Por un capitalismo humanista

Pareciera una perogrullada pero no lo es. Nadie puede negar, a la luz de los acontecimientos vividos durante el último siglo, el valor que tiene el capital dentro del engranaje económico. Desconocerlo sería como negar la importancia que tiene el átomo en la física nuclear. Lo erróneo es creer que el neoliberalismo sea su única expresión valedera. Como toda teoría, por principios y en abstracto, puede parecer fascinante y hasta para algunos –como Fukuyama y los vernáculos del Manualito– pudiera ser tan perfecta hasta el punto de dar por terminada la historia universal. Pero como sucede en casi todas las ramas de la ciencia, la praxis suele matar la teoría más elaborada. Así lo hizo Popper con la platónica, al acudir en defensa de las sociedades abiertas. El filósofo del optimismo halló la teoría de las ideas de Platón dañinas, por no decir perversas, pues según él, fueron precursoras de la sociedad cerrada de los regímenes totalitarios.

El neoliberalismo puesto en práctica en América Latina ha resultado ser un sonoro fracaso social. Un fiasco que amenaza dejar sin cacerolas no sólo a las cocinas argentinas. Es posible, en cambio, que entre los países desarrollados tenga buenos resultados. Cierto es que en esos países la educación cívica y las instituciones democráticas tienen siglos de experiencia y una fuerza social muy sólida. Pero en nuestras esmirriadas democracias, cuyos políticos viven a, por y de la sombra de viejos caudillos, la globalización que lleva al libre mercado a cuestas ha originado la corrupción más rampante de toda su historia. No ha habido país, con la posible excepción de Chile, que no haya sido esquilmado por la corrupción; puesta en evidencia en la privatización de las empresas estatales o en las adjudicaciones de licitaciones espurias o por un intercambio comercial injusto. Lo peor es que muchos de sus adláteres (defensores a ultranza de las sociedades anónimas) lo han hecho con total desfachatez, seguros de contar con los sobornos necesarios y la impunidad de una administración de justicia similar a la que aplicaban dos joyas de la corona británica: Henry Morgan y Francis Drake. Durante el nefasto gobierno de Menem se aprobó en Argentina una ley muy importante –no recuerdo si la convertibilidad del peso o la reforma constitucional– por el voto fraudulento de un diputado falso (trucho en el argot porteño). Vale la pena refrescar la memoria de los distraídos porque ha sido un hecho insólito que explica, al mismo tiempo, un fenómeno literario muy nuestro: el realismo fantástico. Son tantos los diputados argentinos, que para verificar el quórum se enciende automáticamente un tablero luminoso cuando los legisladores se sientan en su puesto. Pues bien, en la butaca de un diputado ausente sentaron, bien vestido, a un ujier del Congreso. Cosa nada extraña; nadie, excepto el periodismo pareció notar la diferencia.

Como si se tratara de una epidemia mortal, la globalización ha puesto en evidencia la naturaleza perversa de un sistema que ha destruido no sólo las débiles instituciones de la democracia latinoamericana, sino el entramado social de pueblos enteros. El psicoanalista Enrique Carpintero opina: “ En la actualidad los cambios producidos en la sociedad, por efecto del capitalismo mundializado, han llevado a la destrucción de identidades y a la fragmentación social”.

Esta catástrofe, a punto de explotarnos a nosotros en las manos, se ha llevado a cabo con la anuencia de instituciones internacionales encargadas de fiscalizar la ejecución de sus préstamos multimillonarios, los cuales han servido para pagar coimas cuantiosas y, de paso, cobrarse con usura la abultada deuda externa contraída desde la época de los petrodólares. Así pues, cualquier pueblo enloquece y termina por elegir al primer aventurado que, como el flautista de Hamelin, le salga al paso.

Después del afugate aquí ya nadie cree ni en su sombra. Diariamente se van desgranando hechos que ponen de manifiesto la inoperancia de un sistema donde se da más importancia a las empresas que a la honestidad y seriedad profesional de sus dueños, olvidando solemnemente a quienes habitan este pedacito de suelo. Mujeres, hombres y niños se ven así obligados a convivir entre la ignominia y la penuria.

No es mi vocación escribir sobre política, más bien he sido víctima de ella a la temprana edad de 11 años, pero estoy convencido de que ha llegado la hora de la participación ciudadana en pos de la defensa del individuo como ser ético y de la comunidad a la que debe infundirle esos principios. Opino que para enmarcar este cambio en la sociedad panameña debemos exigir con valentía y tesón una constitución nueva, sin resabios militaristas ni enmiendas astutas. Una constitución que garantice los derechos del individuo y al mismo tiempo proteja los de la comunidad organizada. Que pulverice el opresivo sistema partidocrático actual y los transforme en verdadera caja de resonancia de la opinión pública. Los partidos no pueden ni deben gobernar, lo deben hacer sus integrantes. Bien dice Baruch Espinosa en su Tratado político cuando define a la democracia como la “asamblea de todos los hombres que tienen, colegiadamente, soberano derecho en todas las cosas que pueden”. Manos a la obra. A mandar cartas al presidente de la Asamblea y pegar calcomanías en los carros con estas palabras: EXIJO CONSTITUCION NUEVA. La nueva República no puede salir de otro vientre que no sea del pueblo.

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