En el centenario de Eduardo Morgan Alvarez

Ayer se cumplieron 100 años del nacimiento de uno de los más grandes abogados que tuvo Panamá en el siglo XX. Eduardo Morgan Alvarez era hijo de un inglés que desde Aberiswyth, en Gales, vino por estas tierras a explotar minas, pero la más valiosa que aquí encontró fue la esposa con la que fundó su hogar. En la primera novela de su nieto Juan David, que escribe bajo el seudónimo de Jorge Thomas, titulada Fugitivos del paisaje, podemos recrearnos en lo que fue la aventura de colonizar las feraces tierras del Valle de la Luna, y en las venturas y desventuras de sus atrevidos pobladores.

Eduardo Morgan Alvarez, nacido hace hoy un siglo, se inició en el ramo de las actividades jurídicas en las oficinas de Edmundo Vidal, un abogado y notario de gran prestigio en la entonces remota provincia chiricana. Mucho y bien aprendió el joven discípulo, porque pronto comenzó a trabajar de forma independiente. Tenía todo lo que hay que tener para ser un gran abogado: vocación, memoria, tenacidad, laboriosidad, honestidad y, desde luego, una clara y sagaz inteligencia, aparte de la capacidad de estudio y análisis a fondo de los temas legales, así como el don de saberlos exponer con claridad y precisión, tanto oralmente como por escrito. Todas estas cualidades las llenaba con suficiencia Eduardo Morgan Alvarez. Tenía una enorme curiosidad intelectual y, al igual que Abraham Lincoln en sus años previos a la política, se sentía orgulloso de su condición de abogado rural, cuyos innumerables casos de diversa índole, interés y calidad, constituyeron su mejor escuela.

Al igual que algunos otros abogados panameños y de otros países, sintió que no bastaba con ser tan solo un eficaz auxiliar de la justicia ante los tribunales y, por ello, se dedicó también con ahínco a la noble profesión del periodismo. Muchos de los sesudos editoriales que escribió en La Razón, que así se llamaba su periódico con sede en David, fueron reproducidos en La Estrella de Panamá, la decana de la prensa istmeña. Su fama de abogado y periodista brillante en ambos campos y extensos horizontes traspasó los límites provinciales y, por ello, no son de extrañar las distinciones que merecidamente se le hicieron. El presidente Ricardo A. de la Guardia lo nombró ministro de Educación y ello lo motivó a trasladar sus toldas profesionales y familiares a la ciudad capital, donde permaneció el resto de su fecunda existencia.

Fundó un maravilloso hogar con la educadora Benigna González, quien felizmente todavía está entre nosotros, y entre buenos principios, mucho amor y notas musicales, educó a sus seis hijos, cuatro mujeres y dos varones. Todos ellos a su vez fundaron también, como era de esperar, hogares ejemplares, mientras que los dos hijos varones, Eduardo y Juan David, se graduaron con los primeros puestos de sus respectivas promociones y siguiendo la luminosa estela de su padre, crearon la conocida firma de abogados Morgan y Morgan.

Aparte de las distinciones que recibió en su vida, había entre todas, una actuación que le satisfacía sobremanera, como fue su valioso aporte diplomático en la creación del Estado de Israel, mediante acto de las Naciones Unidas, donde él participó de manera eficaz en su calidad de embajador extraordinario y plenipotenciario.

De Eduardo Morgan Alvarez como abogado, al que conocí en 1968 cuando me incorporé a la entonces recién nacida firma, tengo muchos buenos recuerdos, todos convertidos en sabias enseñanzas. Rechazó clientes porque consideraba que no tenían la razón y les pronosticaba que era mejor que cumpliesen con su obligación, porque perderían en los tribunales. Sus previsiones solían ser infalibles, aunque la justicia, como decía Julio J. Fábrega, era la opinión de dos en un tribunal de tres y capaz de brindar las mayores sorpresas. Cuando un cliente que tenía la razón, carecía de fondos para el pago de los honorarios, generalmente acordaba con él seguir el pleito por su propia cuenta y al final ya se vería. Lo importante para él era luchar por los justos derechos de sus clientes, pues teniendo la razón, la parte crematística carecía de importancia. Muchas veces el cliente se negaba a pagar cuando el pleito se extendía en el tiempo, pero entonces entraba en juego la tenacidad heredada de sus ascendientes paternos, y él seguía el juicio hasta el pronosticado final. Afortunadamente en pocos casos, también lo vi reñir, poniendo cara destemplada a un cliente porque éste no le había dicho toda la verdad y ello sin duda afectaría el resultado del pleito. En ese entonces, los abogados conscientes iban a los tribunales casi todos los días, se sentaban a revisar sus expedientes y anotaban las incidencias del juicio. Tuvo casos que duraron años, alguno que otro incluso más de una década, pero él se mantenía imperturbable, como el martillo sobre el yunque y, en algunas ocasiones, ante un fallo definitivo y obligatorio, volvía a embestir en favor de la razón de su cliente con un juicio por contrario imperio y así pasaban otros cuatro o cinco años hasta que se alzaba finalmente con el triunfo. En su época no existía la informatización ni las computadoras, pero dio pruebas evidentes de que él albergaba una en su cerebro para la recopilación jurisprudencial. Bastaba con acudir a él en la búsqueda de un precedente, para que de los entresijos de su envidiable memoria aflorasen dos o tres decisiones de la Corte Suprema sobre el tema requerido. Era abogado de los pies a la cabeza pero, por encima de todo, por su deseo de saber, de aprender incluso de los más jóvenes, por su honradez acrisolada, su erudición en los temas de historia patria, por su condición de patricio que recordaba más a Cicerón que a César, era nada menos que todo un hombre, que como tal, enmarcó toda una época de oro en nuestra profesión.

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