Hace ahora 30 años que una patrulla de la policía local de Washington descubrió una operación de espionaje en la oficina electoral del Partido Demócrata. Con ese episodio, en principio relativamente menor, comenzaba lo que probablemente constituye el más abierto enfrentamiento que se haya dado nunca entre el poder político y un medio de comunicación: el Watergate.
Desde que el presidente Nixon se viera obligado a dimitir en agosto de 1974 como consecuencia de los escándalos posteriores al suceso, el nombre de ese hotel del distrito de Columbia quedó escrito con carácter indeleble en la historia, pero también en la mitología del periodismo mundial. Watergate es símbolo de la independencia de la prensa frente al poder político y recordatorio del papel que a los diarios compete en una democracia, en tanto que develadores de corrupciones y manejos sucios. A partir de entonces se acuñó la idea del periodismo como un contrapoder.
Durante estas tres décadas, la prensa en general y la estadounidense en particular ha experimentado una considerable transformación. Desde los cambios tecnológicos a los experimentados en la estructura de propiedad de los diarios, todo o casi todo parece distinto hoy. La competencia con los nuevos medios electrónicos ha llevado a los periódicos a aligerar el peso de sus reflexiones al tiempo que aumentaba el número de sus páginas y potenciaban la inclusión del color en sus fotografías, primero en los anuncios, más tarde en la información. Algunas publicaciones míticas, como el Times de Londres, cambiaron su austera apariencia de calidad por el ropaje alegre del sensacionalismo, mientras que la prensa vespertina agonizaba en muchos países, víctima de las horas dedicadas por sus eventuales lectores a ver televisión. Más tarde aparecieron los soportes digitales, con la consiguiente fragmentación de la audiencia, e internet, con su vocación de universalidad individualizada. Todo ello condujo a una acelerada y creciente concentración de las empresas periodísticas, que sobrepasó enseguida la propiedad de los medios de comunicación para entreverarse con la de los sistemas de ocio y entretenimiento.
El tamaño comenzó a ser una condición de la supervivencia, y la tradición de propiedad familiar en el sector se trocó en la inclusión de los más importantes diarios del mundo en la lista de compañías cotizadas. El Washington Post acababa de salir al mercado de capitales precisamente por las mismas fechas en las que su accionista de referencia, Katherine Graham, que había heredado el diario de su marido, tuvo que enfrentarse a numerosas presiones tendentes a parar los pies a los reporteros del diario encargados de la investigación sobre prácticas delictivas en la Casa Blanca.
Los abogados y gerentes del Post no cesaron de avisar sobre los peligros que encerraba un enfrentamiento abierto con el poder, que acabaría por redundar en perjuicio de los accionistas, dañando el mercado publicitario y arriesgando la renovación de las licencias de televisión que la empresa tenía. La señora Graham, que se había enfrentado poco más de un año antes a decisiones similares con motivo de los famosos Papeles del Pentágono, no dudó, sin embargo, en apoyar las tesis del director Ben Bradlee y su equipo de redactores a favor de continuar con la investigación y publicación de los hechos. El argumento que sustentaba su decisión era bien sencillo: un diario es una empresa mercantil, y como tal se debe a sus clientes, pero es también un órgano de opinión pública, por lo que su obligación es servir, antes que nada, a los ciudadanos.
Esta es la filosofía que entonces triunfó, de la que nos hemos enorgullecido miles de periodistas de todo el mundo durante estos 30 años y sobre cuya vigencia cabe preguntarse hoy, ante las modas en boga, las nuevas realidades y las diferentes amenazas que sobre la libertad de expresión se ejercen no pocas de ellas en nombre de la guerra sin cuartel contra el terrorismo.
Bill Kovach y Tom Rosenstiel son dos periodistas y expertos en comunicación que se han dedicado durante el último lustro a plantearse estas cuestiones. Han conversado con cientos de colegas, lectores, empresarios, anunciantes y ciudadanos del común, recogiendo opiniones, impulsando debates y tratando de averiguar, en medio de la polémica, cuáles serían los elementos del periodismo, la materia prima fundamental que, como el fuego, el agua y la tierra para los antiguos, reúne los fundamentos de la existencia de nuestra profesión. Su experiencia, recogida en un libro publicado hace unos meses, pone de relieve que el periodismo de hoy, incluidas las transformaciones que internet propicia, sigue teniendo unos principios básicos que le identifican como profesión. Apartarse de ellos es desertar de la propia condición de periodistas.
Estas normas están recogidas en un decálogo, aunque de sólo nueve puntos, que no me resisto a reproducir aquí: 1. La primera obligación del periodismo es la verdad. 2. Su primera lealtad es hacia los ciudadanos. 3. Su esencia es la disciplina de la verificación. 4. Sus profesionales deben ser independientes de los hechos y personas sobre las que informan. 5. Debe servir como un vigilante independiente del poder. 6. Debe otorgar tribuna a las críticas públicas y al compromiso. 7. Ha de esforzarse en hacer de lo importante algo interesante y oportuno. 8. Debe seguir las noticias de forma a la vez exhaustiva y proporcionada. 9. Sus profesionales deben tener derecho a ejercer lo que les dicta su conciencia.
Sería difícil decir más en menos frases sobre los derechos y deberes del periodismo profesional en nuestros días. Claro que estos nueve mandamientos se encierran fácilmente en dos, pues desde las tablas de Moisés no hay decálogo con el que no pueda hacerse algo así: el periodismo debe ser veraz e independiente.
El autor es columnista de El Nuevo Herald
