FÚTBOL Y CRIMEN ORGANIZADO

Cuando la pelota se mancha

Cuando la pelota se mancha
TRADICION. El presidente Evo Morales paso la festividad en Samaipata ...

Jorge Luis Borges detestaba el fútbol. “Es un deporte estéticamente feo”, solía decir. “Once jugadores contra once corriendo detrás de una pelota no son especialmente hermosos”. Para el argentino, el juego que enloquecía a su país era estúpido y puramente físico. Basado en “la idea de que uno que gane y que el otro pierda”, entronizaba una lógica “de supremacía [y] de poder” que él hallaba “horrible” y “esencialmente desagradable”. Por eso, dijo famosamente, “el fútbol es popular porque la estupidez es popular”. Hasta su muerte en 1986, Borges vio al balompié como “uno de los mayores crímenes de Inglaterra”.

Con toda certeza, el genio bonaerense no fue el primero en juntar las palabras fútbol y crimen en la misma oración. Para cuando falleció, ambos conceptos llevaban ya décadas entrelazados, formando una simbiosis sin la que no se puede entender ni la historia del deporte ni la de la región. En Latinoamérica, el fútbol profesional ha atraído a algunos de los criminales más infames, ya sea -en palabras del website InsightCrime- “para ganar prestigio, para lavar dinero o simplemente para ser parte de la acción”. En el proceso, añadió, “se han corrompido jugadores, entrenadores y directivos”. La perversa relación entre el deporte rey y el crimen organizado -dos de las características más fuertes de la realidad latinoamericana- ha permanecido casi intacta hasta el día de hoy, un fenómeno que dice muchísimo de nuestras sociedades, quizá más de lo que quisiéramos admitir.

Al máximo nivel

En la actualidad, ningún caso ejemplifica la unión entre crimen y fútbol a un nivel tan alto como el que involucra al astro argentino Lionel Messi. La Unidad Central Operativa (UCO) de la Guardia Civil española lleva a cabo, en estos mismos momentos, una extensa investigación en la que intenta esclarecer si los partidos “Messi y sus amigos contra el resto del mundo” -celebrados en 2012 y 2013 y supuestamente benéficos- fueron utilizados para el lavado de dinero procedente del narcotráfico. Según el diario El País, los investigadores “han pedido al juez (...) que requiera (...) todos los movimientos financieros de la Fundación Lionel Messi desde el año 2011”, así como una infinidad de documentos e información de sociedades e individuos en “ocho países y dos paraísos fiscales”, incluyendo a Panamá.

El “caso Messi” -como lo bautizó la prensa- es especialmente significativo porque deja al descubierto una puerta que une dos mundos aparentemente paralelos. En la mente del fanático, el futbolista profesional vive en una especie de Olimpo reservado exclusivamente para los escogidos, un mundo desprovisto de las frustraciones y sinsentidos que definen la existencia del resto de los mortales, donde la única necesidad que existe es la de la gloria infinita y absoluta y, por ende, el único crimen posible es el de no dejarlo todo en la cancha. Un mundo idealizado e irreal, pero sobre el que se basa la que quizá sea la mayor de las “ilusiones necesarias” que sostienen a nuestras sociedades. Para millones de personas de todas las edades, ver a un semidiós balompédico como Leo Messi embarrado por vulgaridades como el lavado de dinero puede ser tan fuerte o más que para un niño enterarse de que Santa Claus no existe. Si el planeta fútbol pierde fantasía, el planeta tierra pierde sentido.

Pero el fútbol parece aguantarlo todo. La de Messi, en realidad, no es la primera vez que un ídolo se ve involucrado de una manera u otra con el crimen organizado. Los enredos de Diego Maradona con la mafia napolitana son bien conocidos y, más recientemente, el hijo de Pelé, Edinho Cholbi do Nascimento, fue condenado a 33 años de prisión por lavado de dinero.

Tampoco es la primera vez que se destapan tramas similares en España (donde vive y juega Messi desde 2000). En la “Operación Ciclón” de 2009, la policía arrestó a 11 personas -incluyendo a agentes y jugadores activos y retirados- por su participación en una red de narcotráfico. Y en otro caso de altísimo perfil, el exjugador José Luis Pérez Caminero se enfrenta a una petición de cuatro años de cárcel y una multa de 4 millones de euros ($5.4 millones) por blanqueo de capitales.

Argentina y las barras bravas

El caso Caminero nos lleva a saltar el charco. En la actualidad, el español es director deportivo del Atlético de Madrid, club que acaba de hacerse con los servicios de Ángel Correa, una de las mayores promesas del fútbol argentino. El fichaje no fue fácil, no solo porque a Correa lo pretendían otros clubes, sino por la alargada sombra del crimen organizado: el 30% de su pase estaba en poder de una sociedad fantasma que, según sospechaba la justicia argentina, pertenecía a la familia Cantero, líderes de “La Banda de los Monos”, un grupo que, según el diario La Nación “ha sido acusado de narcocriminalidad”. Un juez llegó a bloquear su ficha, pero el asunto terminó resolviéndose.

El caso Correa llevó a los investigadores a concluir que los Cantero manejarían hasta 120 jugadores de fútbol, una situación que ilustra el grado de compenetración entre crimen y fútbol en Argentina.

Pero nada encarna la cara criminal del fútbol argentino como el fenómeno de las “barras bravas”. Nacidas en los 70 como grupos organizados de fanáticos, tardaron poco en usar el apoyo logístico y financiero que les daban los clubes -boletos gratis, transporte a los partidos y, eventualmente, dinero en metálico- para convertirse en mafias. Comenzaron haciendo negocio con los boletos y luego tomaron control de los aparcamientos del estadio, un negocio que puede dejar hasta 30 mil dólares por noche. De ahí pasaron a la venta de refrescos y mercancía en los alrededores del estadio y, finalmente, incluyeron drogas en el menú. En los últimos tiempos, las barras bravas han entrado también al negocio del mercado negro, aprovechándose de los controles cambiarios impuestos por el Gobierno desde 2011.

Naturalmente, su crecimiento ha traído consecuencias que van mucho más allá del fútbol. Para empezar, el aumento en la violencia en eventos futbolísticos ha sido significativo, de cinco personas al año entre 2000 y 2009 a 10 entre 2010 y 2014. Gran parte de las muertes, a su vez, se dan en disputas internas por el control de los grupos. Increíblemente, su poder en los clubes –a todos los niveles- ha llegado al punto en que, según especialistas, algunas se llevan hasta el 30% de los traspasos de jugadores y el 20% de sus salarios.

Todo esto, por supuesto, sucede gracias a una serie de vínculos profundísimos a nivel político y policial. Muchos políticos contratan a las barras bravas para llevar gente a sus marchas, proporcionarles votos o desplegar pancartas en los estadios. “Estos lazos políticos son lo que las distinguen de grupos similares en el resto del mundo”, dijo el periodista Nicolás Balinotti. “Tienen legitimidad y son vistas como parte del espectáculo del fútbol argentino”.

Colombia: fútbol y narco

En Argentina, el fenómeno de las barras bravas obedece a circunstancias sociales. Su membresía le da “a los jóvenes de las villas el sentimiento de pertenencia a un grupo social fuerte”, explicó el sociólogo José Garriga a InsightCrime. La violencia que caracteriza a esos grupos, aseguró, acarrea un prestigio que es bien recibido en las comunidades a las que pertenecen sus miembros.

Pero no todas las sociedades tienen una relación tan orgánica entre crimen y fútbol. En gran parte del continente, las líneas que han unido ambas cosas coinciden con las del narcotráfico. Uno de los últimos casos fue el del colombiano Ignacio Álvarez Meyendorff, arrestado en 2011 en Buenos Aires. Álvarez era requerido por la justicia estadounidense, que lo acusaba de formar parte del “Cartel El Dorado”, que transportaba hasta 8 toneladas mensuales de cocaína a Estados Unidos (EU) y Europa y que, según una investigación reciente, lavó hasta mil 500 millones de dólares en distintos clubes colombianos, principalmente el Santa Fe, de Bogotá.

El escándalo del Santa Fe es parte de un largo historial. Hace dos años, el presidente del Millonarios de Bogotá dijo en Radio Caracol estar considerando renunciar a sus dos últimos campeonatos, ganados en 1987 y 1988 cuando el club era propiedad de Gonzalo El Mexicano Rodríguez Gacha, antiguo líder del Cartel de Medellín.

La propuesta fue bien recibida por el Gobierno, que exhortó a otros clubes a seguir el ejemplo. Clubes como el América de Cali, que fue propiedad de los hermanos Rodríguez Orejuela, jefes del cartel de la ciudad. O clubes como el Atlético Nacional de Medellín, el equipo de los amores de Pablo Escobar. La contribución del más famoso de los narcos –con permiso del Chapo Guzmán- fue tan importante que en 1989 se convirtió en el primer club colombiano en ganar el título más prestigioso del continente: la Copa Libertadores. Y el amor de Escobar por el Atlético Nacional fue tal que fue enterrado con la bandera del equipo.

Pero esas eran otras épocas. Lo cierto es que, a medida que el centro de gravedad del narcotráfico se ha desplazado hacia el norte, también lo ha hecho la atracción fatal entre fútbol y crimen organizado. Con la excepción de los planeados “juego de la paz” para promover la ídem con las FARC, Colombia ha sido desplazada por México y los países del triángulo norte de Centroamérica -Honduras, Guatemala y El Salvador- como el centro de las tramas que mezclan droga y deporte.

México y CENTROAMÉRICA

En México, hoy en día, pasa de todo. A veces los dueños de los clubes son narcos, como el caso de Tirso El Futbolista Martínez. Arrestado en enero, Martínez controlaba –directa o indirectamente- hasta tres clubes de fútbol –Querétaro, Irapuato y Celaya- mientras hacía negocios con el Cartel de Juárez y la Organización Beltrán Leyva. A veces los narcos invierten en clubes para ganar apoyo local, como en el caso de Wenceslao El Wencho Álvarez y los Mapaches de Nueva Italia, equipo de segunda división. A veces los jugadores se involucran, haciendo de mulas, como Carlos Álvarez Maya del Necaxa, –arrestado en 2003 con más de un millón de dólares en su equipaje-; o de víctimas, como el paraguayo Salvador Cabañas del América, que sobrevivió a un intento de asesinato en 2010. A veces, incluso, los jugadores deciden bajar al infierno, como Omar El Gato Ortiz que, tras no superar un test antidopaje, no encontró mejor manera de ganarse la vida que utilizando sus conexiones para ayudar a una red de secuestradores a escoger a sus víctimas.

Y qué decir del “Triángulo Norte”. En Guatemala, por ejemplo, la familia Mendoza -un clan que, según los medios locales, ha hecho su fortuna a base de contrabando y corrupción- maneja el Club Deportivo Heredia, que estuvo invicto por tres años, entre 2010 y 2013. En Honduras, el clan Rivera Maradiaga –mejor conocido como Los Cachiros, el grupo contrabandista más importante del país- controla el Real Sociedad de Tocoa. Tras ascender a la primera división en 2012, el equipo llegó a la final de campeonato dos veces consecutivas.

En El Salvador, las cosas van un poquito más allá. Por un lado, al club Isidro Metapán le ha ido tan bien bajo la presidencia de Wilfredo Guerra Umaña –hijo del alcalde de Metapán y socio de Adán Chepe Diablo Salazar, jefe del Cartel de Texis– que ha ganado ocho campeonatos desde 2007. Por otro lado, la corrupción llega incluso a la selección. En agosto de 2013, la revista El Gráfico destapó una red de amañamiento de partidos en la que figuraban hasta 22 internacionales salvadoreños. Y por si todo eso fuera poco, un reportaje reciente de El Faro reveló que hasta el 64% de los equipos de fútbol ha dejado de usar los números 13 y 18 en las camisetas por temor a las maras.

A pesar de toda la información disponible, ninguno de estos clubes ha sido investigado de manera significativa. En un reporte al respecto, un investigador de InsightCrime concluía que “en esencia, el fútbol es intocable, especialmente cuando se trata de un equipo ganador. Los éxitos del club le dan a los criminales que lo controlan poder en las municipalidades, y empresarios y políticos quieren asociarse al ganador, incluso si este figura en la lista de extradición de EU”.

Sea cual fuere el caso, la combinación de fútbol y crimen siempre va a tocar un nervio. Ante la avalancha de sentimientos encontrados que provoca, habrá quien piense –como Borges– que la culpa es de los ingleses, por regar por el mundo un deporte estúpido, feo y representativo de la estupidez humana. Otros dirán –como Galeano– que la violencia y el crimen provienen del fútbol tanto como las lágrimas provienen del pañuelo.

Pero queda la sensación de que hay algo más. El fútbol, al fin y al cabo, no es más que un reflejo de la sociedad que lo vive. El fútbol se parece a la vida y, como planteó Rodolfo Braceli, la vida también se parece al fútbol. Y como la vida misma, a veces la pelota también se mancha, por mucho que Maradona lo quiera negar.

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