Camilo José Cela Conde Advanced Cell Technologies (ACT), una de las empresas punteras en la investigación y desarrollo biotecnológicos, ha demostrado una vez más lo que ya se sabía con anterioridad: que no es nada sencillo poner barreras a la ciencia.
Mientras Estados Unidos se amparaba en la prohibición de realizar investigaciones con material genético humano si se utilizan fondos públicos, mientras la Unión Europea se desgranaba en interminables disputas para conciliar posturas tan diferentes como las del Reino Unido, Francia, Alemania y España respecto del uso de óvulos fecundados de nuestra especie, la empresa ACT ha logrado clonar un embrión humano.
Puede que haya quien recuerde ahora al doctor Frankestein y hable de que la clonación de seres humanos ha comenzado ya, pero nada de eso es cierto. Lo que ha obtenido la ACT es mucho más importante que la majadería de producir humanos en el laboratorio. Ha dado el primer paso para que se puedan obtener células madre capaces de fabricar cualquier tejido de nuestro cuerpo.
Las aplicaciones terapéuticas de una técnica así son inmensas, y abren una perspectiva novedosa para el tratamiento de enfermedades como el mal de Alzheimer, los infartos del tejido cardíaco, cirrosis o distintos cánceres que afectan órganos esenciales.
Conviene, no obstante, subrayar la palabra perspectiva.
Lo único que se ha logrado por el momento es añadir un nuevo mamífero el humano a la lista de seres con los que se había experimentado ya las técnicas de clonación. Estas continúan siendo por el momento experimentales, es decir, sólo funcionan bien en el laboratorio bajo controles muy estrictos, y las tasas de fracaso son altísimas, cosa que echa por sí sola por los suelos la quimérica idea de que una persona millonaria y perturbada acertase a perpetuarse por la vía del clon.
De hecho el éxito de la ACT, de tanta dimensión social al menos como científica, coincide con los muchos problemas de Dolly, el primer mamífero clonado en Escocia hace cuatro años. La oveja sufre una vejez prematura y cargada de problemas, como demostración palpable de que ni siquiera los pocos embriones viables con las técnicas actuales consiguen igualar lo que hace la Naturaleza.
Los trabajos experimentales realizados son incapaces por el momento de ofrecer una técnica libre de trabas a la industria.
Puede que pasen muchos años antes de que podamos adquirir las terapias derivadas de la clonación en una farmacia. Lo que es seguro, sin embargo, es que gracias al trabajo inicial de Ian Willmutt nació Dolly.
Le siguieron después Cumulina, Cupid, Peter, Webster, Diana y Dotcom (más ovejas, vacas, ratones y cerdos).
Ahora la empresa ACT da un paso adelante en esa misma línea pero su embrión no tendrá, por fortuna, nombre. Jim Robl, el científico de la ACT que clonó seis terneras hace un año, había advertido ya que su empresa está más interesada en la capacidad y salud de los organismos clonados que en el hecho de obtener nuevos seres y bautizarlos.
En Massachusetts no crean monstruos, sino esperanzas para nuestros enfermos. Pueden hacerlo, además, porque la investigación puntera en Estados Unidos depende en una medida menor de los fondos públicos. Quizá la lección mayor que nos ha dado la ATC sea esa: la apuesta por la ciencia como una manera libre y creativa de superar barreras en busca del alivio terapéutico de los seres humanos.
