Por una respuesta mesurada

Allá por el siglo V antes de Cristo, cuando el pensamiento clásico estaba alcanzando su madurez, los griegos acuñaron un término para

referirse al más peligroso de los vicios políticos -propios de la ciudad, de la polis-, un vicio heredado de los tiempos homéricos en los que el héroe aristocrático carecía de medida.

Los padres de nuestra civilización occidental, esa por cuyo destino se teme ahora en los momentos más difíciles, entendieron que peor aún que ser débil es ser cruel, salvaje, desmedido. Estar poseído por la hybris, esa desproporción, esa falta de límites que convierte al ser humano en un salvaje.

Los griegos clásicos temían a la hybris porque la habían visto retratada en algunos de los héroes de sus libros más clásicos, los de Homero o Hesíodo. Quien tiene la razón pero es incapaz de sujetar su hybris la pierde y pone en peligro a toda la polis.

El mundo entero tiene el alma que pende de un hilo esperando la respuesta segura -tan segura como seguro es el final de los días- que dará el presidente Bush cayendo con toda la fuerza de su muy poderoso país contra los que llevaron el dolor a Nueva York y Washington.

En palabras de Bush, contra los terroristas o quienes les den albergue. En unos momentos así, cuando las imágenes de la televisión nos recuerdan el drama una vez y otra, cuando ni siquiera se sabe el número de víctimas que yacen bajo los escombros, la mayor amenaza no es ya la de los asesinos.

Si hablamos en términos de ellos y nosotros, es nuestra hybris la que debería asustarnos más ahora.

Personas de tanto prestigio como el antiguo embajador de Israel en Madrid, Shlomo Ben Ami, han impuesto la tesis de que hemos entrado en una guerra entre civilizaciones y culturas.

Diarios bien mesurados por lo general, nada dados al sensacionalismo, abundan en sus editoriales en esa tesis tallada a hachazos.

La hybris inspira esas palabras.

No es verdad que haya una guerra abierta entre la cristiandad y el Islam.

¿Acaso puede pensarse en que anden detrás del atentado salvaje países como Egipto, Marruecos, Kuwait, Turquía, Bosnia o Albania?

¿Serían los muy cristianos Milosevic o Le Pen nuestros héroes y nuestros inspiradores? ¿De verdad deseamos un aliado religioso como Ariel Sharon para combatir al Belcebú que, en palabras del presidente Bush, está detrás de lo sucedido?

Volver al espíritu de las Cruzadas puede ser una manera rápida de contentar a quienes dudan de la razón de su existir, pero no recuperará esa parte de la civilización y la cultura que dicen está amenazada. Muy al contrario, el alcance de la respuesta que demos, que dé el presidente Bush, será la medida de la parte de civilización que queremos rescatar de las ruinas de las torres derribadas.

Frente a la hybris que llevó a la derrota de la gran nación de entonces, la de los persas, los griegos defendieron la sophrosine, la moderación. Sobre la victoria a cualquier precio, reclamaron la diké, la justicia. Son esos los verdaderos fundamentos de nuestra cultura veintiséis siglos después. Están en peligro, ciertamente, pero no sólo por la lacra terrorista; también por la posible falta de medida a la hora de darle una respuesta.

Como tantas otras veces les ha sucedido a lo largo de la Historia a las naciones más poderosas del mundo, su verdadero enemigo lo tenían dentro. Ojalá exista alguien en la Casa Blanca o en el Pentágono que recuerde por qué razón, durante las guerras Médicas, el derrotado fue el omnipotente ejército del imperio persa.

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