El sitio donde cayó una bomba

PUEBLO DE KURNUK, Pakistán. - Aquí, las cosas no han sido iguales desde aquel día, cuatro años atrás, cuando la tierra se estremeció y una nube amarillenta apareció sobre las montañas, dicen los habitantes.

Poco después, empezaron los sangrados nasales y la tos persistente; ampollas en la piel y pérdida de la visión.

Nunca más volvió a llover. Las mujeres perdieron a sus bebés. Incluso ahora los jóvenes empiezan a creer que están pagando por sus pecados y que el fin del mundo está cercano.

A novecientas millas de la frontera entre Pakistán y la India, y a un mundo de distancia de la bravuconería entre estas naciones rivales, se encuentra el lugar donde Pakistán se convirtió en el miembro más reciente del club nuclear del mundo.

El 28 de mayo de 1998, a casi seis millas de distancia de este pueblo y en el interior de la Montaña Kambran, ubicada en el distrito de Chagai en la parte occidental de Pakistán, el gobierno detonó cinco artefactos nucleares subterráneos —el mismo número de los que la vecina India probó dos semanas antes— y atemorizó al mundo con la posibilidad de una guerra nuclear.

Una vez más, en las últimas tres semanas, la misma inquietud surgió por la misma posibilidad, cuando ambos países desplegaron tropas en sus respectivos lados de la frontera después de que India culpó a dos grupos con sede en Pakistán de haber perpetrado los ataques a su Parlamento el mes pasado.

Los líderes de Pakistán e India le dicen al mundo que no quieren una guerra nuclear, pero aún parecen no estar dispuestos a disipar por completo la amenaza, que manejan con frecuencia, presumiblemente para mantener el equilibrio de poder en la región.

Mientras el mundo observa muy de cerca a India y Pakistán en la cumbre del sur de Asia que se está llevando a cabo en Katmandú, en este pueblo de Kurnuk nadie se percata de la existencia de tensiones recientes. Aquí, lo que más hay es polvo, pobreza, silencio desolador y gente que no lleva el mismo ritmo de los pakistaníes, quienes se sienten orgullosos de su “bomba islámica” y de la capacidad que tiene para inquietar a India.

Aquí ni siquiera conocen la diferencia entre una bomba nuclear y una convencional.

“Sólo conocemos el nombre de ‘bomba atómica’. No sabemos nada sobre ella. Sólo sabemos que mata a personas”, dijo Hafiza Mohamed Hasni, una aldeana que cree que puede tener 40 años.

Las moscas se paran en la cara de su bebé y ni siquiera intenta espantarlas con la mano. Le falta un diente delantero.

“¿Dónde queda India?”, dice cuando se le pregunta sobre las tensiones entre su propio país y el país vecino. “Sólo conocemos el nombre de Pakistán. Sólo sabemos llevar nuestras cabras a pastar y a que beban agua. No sabemos que Pakistán e India estén tratando de matarse entre sí. Sólo somos como animales”.

Para ella, cada día es igual —difícil—, con la sola distracción causada por los problemas de salud que acosan a sus hijos y a su pueblo.

“Siempre estamos enfermos. Siempre con diarrea y fiebre aguda, desde hace cuatro o cinco años”, comenta.

En los pueblos vecinos, se han dado reportes similares, aunque es difícil confirmarlos porque el Ejército pakistaní vigila muy de cerca a los habitantes del otro lado de la Montaña Kambran.

Salahuddin Qazi de 30 años y propietario de una papelería en Quetta, a unas 206 millas al este del sitio de la detonación, había estado oyendo, en los mercados, información sobre problemas de salud y sobre un descenso en la producción agrícola después de las pruebas nucleares. Se inquietó y decidió investigar más; fue al área y pasó tres meses allá, de diciembre de 2000 a febrero de 2001. Visitó muchas aldeas cercanas al sitio de las pruebas y señala que, en un radio de veinte kilómetros alrededor de la montaña, podrían ser quince mil personas las afectadas.

Qazi comentó que al principio algunas personas le dijeron que sus problemas se debían a la voluntad de Alá o se negaban rotundamente a hablar. Si sus hijos empezaban a contarle algo, los callaban. Finalmente, dice, se ganó su confianza. Se quedó atribulado por lo que le contaron y por lo que vio.

En el pueblo de Dadar, a tres millas del sitio de la detonación, se comentó que seis personas habían muerto “repentinamente” ese año. Un médico del gobierno les explicó que se debía a que habían comido carne podrida, pero a Qazi le dijeron que otras habían comido de la misma carne y estaban bien. En el mismo pueblo, muchas personas ya no pudieron ver por la noche, dijo, incluso muchachos y muchachas jóvenes. En una aldea ubicada en el área conocida como Chaeter, encontró que el 80 por ciento de las personas tenía infecciones en la garganta, irritaciones en la piel y problemas en los ojos. El agua de los pozos de varios pueblos localizados a una milla de distancia del sitio de las pruebas, salía de un color amarillento.

También comentó que en el pueblo de Padagh, siete personas murieron de cáncer en el hígado. Esto se descubrió sólo porque estas personas podían pagar el costo del viaje a un hospital de caridad en Karachi para ser atendidas. Podría haber más, pero simplemente no están recibiendo ayuda, comentó.

En los tres meses que estuvo en los pueblos, veinte mujeres embarazadas perdieron a sus bebés. De nuevo, la información salió a relucir sólo porque fueron llevadas a los hospitales. Cuántas más pueden estar en la misma situación, no lo sabe.

Qazi comentó que al maestro de la aldea de Raoi se le dijo que si quería seguir enseñando, tendría que quedarse para siempre allí y nunca irse; quizá para impedir que la información saliera, dijo. El maestro se fue.

Qazi comentó que el Ejército pakistaní sólo permite que los aldeanos vayan allí, así es que no pudo visitarla. Señaló que la gente que sale de Raoi y entra allí, le dijo que el gobierno le advirtió a los habitantes que no le contaran sus historias a nadie.

“Yo le digo al gobierno: ‘Ustedes hicieron estas pruebas. Ahora díganos qué está pasando. Si no van a ayudar a estas personas, permitan que otros los rescaten’. Pero piensan que estoy haciendo algo en contra de la integridad de este país”.

“Sólo quiero ayudarlos. No quiero que la gente tome agua envenenada. No quiero verlos morir”, dijo Qazi.

El doctor Abdul Malik Kasi, ministro federal de Salud de Pakistán, dijo que los síntomas descritos por los habitantes no habrían sido causados por la exposición a la radiación. Dijo que en esos casos habría desórdenes malignos y cánceres, como leucemia. Existen otras explicaciones para los desórdenes descritos por los habitantes, dijo.

“No me he topado con un solo caso de complicaciones resultantes de la radiación”, dijo, y agregó que las personas que dicen que hay complicaciones causadas por las pruebas efectuadas en el distrito de Chagai “sólo están exagerando”.

“Las cosas son diferentes en Oriente que en Occidente. La gente exagera. Nada está basado en datos científicos”, señaló.

Funcionarios locales del gobierno hicieron comentarios similares. En el subdistrito de Dalbandín, donde se localiza la montaña de las pruebas nucleares, el superintendente adjunto de policía y el funcionario administrativo de distrito dijeron que no habían visto ningún cambio en las personas del área desde las pruebas nucleares y que nadie había presentado ninguna queja. También dijeron que nadie vive en el lado occidental del radio del sitio de prueba en la montaña y, en particular, mencionaron que la aldea de Raoi no está habitada. Salahuddin Qazi dice que son cerca de tres mil personas las que viven en esa aldea.

Alí Naqvi, gerente externo de programas del Instituto de Estudios y Prácticas de Desarrollo (IEPD), una organización no lucrativa de Quetta que ayuda a Qazi con su investigación, comentó que aun cuando los datos obtenidos por Qazi sobre los pueblos no habían sido recopilados científicamente, hay suficiente evidencia que indica que podría haber una relación entre las pruebas nucleares y los problemas de salud, así como con el descenso en las cosechas principales del área. Comentó que el caso amerita más investigación.

En la aldea de Malik Mohamed Azam, localizada cerca de seis millas de distancia del sitio de las pruebas, viven alrededor de setenta familias.

Mohamed Din de 60 años, no sabe lo que ocasionan las armas nucleares y no sabe de las tensiones con India. El maestro de la aldea escucha las noticias por radio, pero Din comenta que no puede entender porque no habla urdu, el idioma oficial de Pakistán. Sólo habla brahvi, idioma local de la provincia de Baluchistán.

“Tenemos miedo a causa de las explosiones, nos enfermamos. Es como si estuviéramos sepultados en la tierra”, dijo.

Incluso los pequeños parecen tener pocas alegrías en la vida. Mohamed Aslam de quince años está sentado afuera de su casa de adobe, sin hacer nada, y dice que “solo está pasando los días de la vida”.

La autora es columnista de The New York Times New Service

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