“Señor, mi alma tiene sed de ti” reza el salmista. ¡Qué ejemplo comparativo más hermoso! La sensación de sed corporal la hemos sentido todos los humanos: es fuerte, es terrible, es sencillamente desesperante. Si esa sed física es tan agobiadora, ¿cómo será la sed del alma?
Somos muchos los sedientos en el mundo. Sed de libertad, sed de justicia, sed de amor, sed de paz…; pero existe una sed mayor que aquella que el agua pueda saciar y es la sed “que posee el corazón humano de la inmensidad de Dios”. ¡Sed de Dios!
Todos sentimos esa sed. Él es amor, es justicia, es paz, es libertad, es solidaridad. Nos podremos confundir pero, al fin y al cabo, es sed de él.
Cuando la sed de Dios no es saciada se actúa con violencia, con egoísmo, con mentiras y con ofensas a sus propios hermanos. Es una sed torturadora. Son “los caminos difíciles e intrincados de la búsqueda de Dios”, como señaló Juan Pablo II en su obra Cruzando el umbral de la Esperanza.
Es una sed que solo se calma con conversaciones íntimas con Dios. Se calma amando la verdad, “amando no a la idea del bien sino amando al bien mismo que es Dios”. Perdonando, ejerciendo la caridad con el prójimo en nuestro actuar diario y se saciará, definitivamente, con la muerte al encontrarnos con el señor.
Pero, para aquellos “los prepotentes e infames, cuya lengua es navaja bien afilada, prefieren la mentira a la verdad y aman toda palabra perversa” (salmo 52) la sed será eterna. “Señor, mi alma tiene sed de ti”. ¿Por qué defender el alma en un mundo que se convierte en incrédulo por segundos, que pierde el corazón en aras del enriquecimiento material, en la falta de solidaridad, en el egoísmo, en la soberbia y en la desesperanza?
Por la certeza que tenemos de que es el principio espiritual que penetra en un cuerpo en el momento de la concepción y forma con él un ser humano, una persona con su mundo interior, “con sus corrientes íntimas”, con amor a Dios, a los padres, a la patria, amor a la libertad, a la honradez y a la lealtad.
Es esa alma la que recibe de Dios el libre albedrío con la opción de ser utilizado para bien o para mal. No la vemos, no la observamos por los sentidos sino por las acciones que realiza, por “experiencias concretas”, como decía el gran filósofo Gabriel Marcel, traducidas en: “amar, ser fiel, ser y hacerse amigo, admirarse … saber gozar y soñar” o sea, en otras palabras: amar al prójimo con espíritu solidario, para luchar por resolver los problemas de los desposeídos, buscando el bien común, viviendo con honor el significado de las palabras: patria, libertad y justicia, a luchar por valores como la paz y el diálogo en beneficio de la convivencia humana, de la integridad de la familia, el respeto a la vida como fundamento de cualquier otro derecho y a las conquistas simbolizadas en principios morales, éticos, políticos y jurídicos y en pro del conocimiento de la verdad con juicios críticos y serenos.
Ese ejemplo nos lo ofrecen maravillosas personas de oración y acción como la madre Teresa de Calcuta, Juan Pablo II, Maximiliano Kolbe, Juan Bosco y muchos otros más, hombres de buena voluntad.
Todos tenemos alma. Incluso aquellos que por ese libre albedrío que él nos ha dado la niegan. Se engañan a sí mismos, aunque en lo más recóndito de su ser son conscientes de que su alma está deshidratada.
Solo con la creencia en Dios se puede crecer espiritualmente, descubrir y entender la realidades de él y de la inmortalidad de nuestra alma. La razón de nuestras acciones de tipo espiritual. Durante nuestra vida de fe en Dios, el espíritu humano mejora adquiriendo nuevas cualidades. Una fe que se complementa con actos de caridad, de ciudadanía responsable y con un compromiso inquebrantable para optar por el bien a cualquier precio, con el fin de construir un futuro en el que la libertad, la paz y la justicia prevalezcan.
Negar el alma es negarse a creer en la bondad del corazón del hombre; es negarse a aceptar el amor de Dios; de experimentar su misericordia; de sentir el gozo infinito de creer en él. Si tenemos esa oportunidad en aras de la libertad que Dios nos ha concedido ¿por qué negar esa esperanza y por qué seguir sedientos de Dios?
En estos días santos, decidimos defender el alma. El alma que vive en cada uno de nosotros; el alma que tiene sed de Dios; el alma que nos inclina a recogernos en oración para fortalecernos y enfrentar el torbellino de la vida en este siglo veintiuno. Alma que ansía esa presencia en nuestro caminar de peregrinos sedientos de paz, amor, justicia y libertad.
