“Apurar, cielos, pretendo...”

Ernesto Endara Cada siete u ocho años —período en el que, en vez de picazones ardorosas, ahora noto alteraciones y cambios bruscos en el avispero de mis ideas— me dedico a releer algunos libros con el fin de que ellos mismos repellen cualquier rajadura que el paso de los años causan en sus fundamentos.

La relectura de estos libros enjabonan y enjuagan las ideas que me legaron, dejándolas más fijas y con colores más brillantes... hasta el siguiente ciclo. Es como un exorcismo —no siempre eficaz— para desechar los planteamientos confusos y amargos que encuentro en los nuevos libros y que no me conducen ni a la serenidad ni a la alegría. ¿Cuáles por ejemplo? Te diré: algunos de los libros de Cioran —que no todos— se pasan de ácidos, y para mí son excesiva y ofensivamente irreverentes; otros de Noam Chomsky los considero oscuros, retorcidamente radicales, nada exactos y encima aburridos. Y así un montón más.

Al escribir en primera persona, evito esa trampa carnavalesca con que algunos encadenan el pueblo a sus opiniones cuando dicen sin pestañear: “Estamos cansados de...” sin haber encuestado ni a los que viven en su casa. Conozco ese pecado, por eso lucho contra él. Creo en lo que escribo. Tú, por supuesto, tienes todo el derecho a disentir, aburrirte y criticarme. Espero que, como a mí, eso no te quite el sueño. Y ya que hablo de sueño, entre los magníficos libros que releo en este ciclo, tengo en las manos La vida es sueño, que apareció en mi vida desde que estrené los primeros pantalones largos. Si, como dice Huxley, “es desastroso que un hombre sepa decir cosas equivocadas de manera atractiva”, resulta glorioso que un hombre proclame verdades solemnes con estilo impecable, y mejor todavía si su estilo de decir las cosas viene envuelto en poesía. Tal sucede con Calderón de la Barca. Coge este trompo: “Qué delito cometí /contra vosotros naciendo”. Leo esto y de una vez se me llena el coco de tanto “infelice” que arriba a este mundo por razones equivocadas. ¡Qué digo razones! Por el peor de los patinazos humanos que es al mismo tiempo el más inocente: llegar al mundo sin ser deseado por sus padres. Extraña culpa esa.

Nuestras leyes castigan a quien, desesperada por la imposibilidad de mantenerlo, arriesga su propia vida deshaciendo al hijo en sus entrañas. Terrible el remedio. Más terrible la ignorancia que lo provoca. Continúo con los versos de don Pedro: “aunque si nací, ya entiendo / qué delito he cometido...” Y, saltando un par de versos: “¿qué más os pude ofender/para castigarme más? / ¿No nacieron los demás? / Pues si los demás nacieron, / ¿qué privilegios tuvieron / que yo no gocé jamás?”

Parece fácil contestar hoy a sus dramáticas preguntas —y no pienso en Segismundo, a quien no le cae la respuesta, sino en el público que asiste a su representación­ “¿qué privilegios tuvieron / que yo no gocé jamás?”. Herencia genética, hijo. Si tus padres y tus abuelos estuvieron en desventaja con los demás por falta de educación y de una alimentación balanceada, tú seguirás cumpliendo la condena por un delito que no cometiste. Y aquí está el meollo de la cuestión, aquí la infame caries del mundo. En un artículo de Julio Frenk, secretario de Salud en México, titulado “La peor injusticia, ser pobre antes de nacer” (título que bien podría haber satisfecho a Calderón de la Barca), leo entre sus sólidas verdades: “La injusticia más profunda en este país es que hay niños que empiezan la carrera de la vida con la línea de salida más atrás que los demás. Son los niños que experimentan desnutrición in utero, y sus nacimientos no son atendidos por personal calificado. Ellos empiezan con déficit cognoscitivo que hace que la inversión social en educación no rinda”.

Si no eres productivo (y no cuentas con el capital necesario para darte el lujo de no serlo) te veo mal en este endiablado mundo globalizado. Rogar por un mendrugo no parece el destino más digno para una criatura del Señor, pero es el que se le impone a la tercera parte de la población del planeta.

No hay que ser un Cipolla, o Ardrey, o Lorenz o un Toffler para darnos cuenta de que debemos controlar la explosión demográfica, so pena de perder hasta los escasos lapsus de paz que disfrutamos todavía.

¡Qué pesimista amanecí! Son los achaques que se cuelan con la Navidad. La injusticia con el pobre Segismundo —y con los otros que no quiero ver— me sumen en una tristeza de ruina y abandono. Para sacudirla, vuelvo a la Escena II (Segismundo en la torre con Rosaura y Clarín). Se queja Segismundo de su falta de libertad con palabras que sólo pudo poner en su boca el genio de Don Pedro Calderón de la Barca: “Nace el ave y en sus galas / que le dan belleza suma, / apenas es flor de plumas / o ramillete con alas, / cuando las etéreas salas / corta con velocidad, / negándose a la piedad / del nido que deja en calma. / ¿Y teniendo yo más alma, / tengo menos libertad?” Quédate tú con Chomsky, si quieres.

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