Desde 1996, he recibido tres veces el premio Ricardo Miró convocado por el Instituto de Cultura de Panamá. Junto a la validación de profesionales del teatro nacional e internacional que este premio conlleva, viene uno de los cheques de fondos públicos más generosos para textos de teatro a nivel latinoamericano. El impacto de esos premios en mi vida profesional ha sido profundo. Y por eso le estaré eternamente agradecido al sistema de apoyo cultural de Panamá.
Al mismo tiempo, por esa gran inversión, el Estado, como voz del contribuyente, nunca me ha preguntado sobre el impacto social o cultural de esos premios. Este modelo de mecenazgo público promueve un anticuado y limitado concepto del artista, su proceso creativo y el contexto en el que trabaja. La idea del artista como genio que es inspirado por musas, trabaja por la “palabra” (o cualquiera que sea su herramienta), que insiste en que no le importa la reacción de su público tiene una raíz muy europea de siglo 19. Este modelo tenía sentido entonces, cuando el arte era cosa de élites sociales, los niveles de educación eran escandalosamente bajos, y el impacto social y económico no era reconocido. En 2012, los modelos de desarrollo integral que se promueven internacionalmente por el Banco Mundial y la Unesco reconocen el papel de la cultura en facilitar o detener procesos de crecimiento económico.
Estos modelos valoran el rol que las artes tienen en acelerar cambios culturales. El nuevo anteproyecto de ley de cultura que actualmente se discute en la Asamblea plantea reconocer oficialmente el rol del artista en procesos de desarrollo integral. Y digo reconocer porque en Panamá hay excelentes ejemplos de ese artista público, comprometido con causas sociales y educacionales. Decenas de poetas, actores y escultores trabajan con ONG en el Casco Antiguo, El Chorrillo, Colón y las comarcas.
Con sus técnicas y prácticas artísticas dan voz a sectores marginados, apoyan el desarrollo intelectual y personal de estudiantes de escuelas primarias y proponen alternativas a la violencia de pandillas. La propuesta del anteproyecto es clara. Para que el artista y el contribuyente se puedan beneficiar al máximo de estas actividades, una infraestructura intersectorial debe ser formalizada. En el siglo 21, un Ministerio de Cultura no puede trabajar al margen, en la periferia, del proceso de desarrollo cultural, económico y social del país al que sirve.
Un Ministerio de Cultura necesita su propio ente para formular políticas coherentes de cultura. Pero para implementarlas, necesita vínculos intersectoriales formales con el sector de educación, salud, desarrollo social, turismo y comercio. Esta intersectorialidad apoyaría procesos de creación de alianzas estratégicas que resalten el valor del artista y la cultura no solo en un estudio de pintura o en el escenario, sino también en las calles, escuelas y hospitales. No se trata de eliminar el apoyo al artista por su valor intrínseco. Después de todo, el valor de un premio Miró se comienza a medir tan solo con nombrar a dos de sus ganadores, Rosa María Britton y Raúl Leis. La nueva propuesta trata de expandir el terreno o el mercado laboral donde el artista pueda contribuir –y recibir fondos– para maximizar su impacto.
