Jaime A. Porcell Alemán japorcell@yahoo.com.mx
Más que muerte, lo de Ascanio Arosemena fue ascensión al lirismo de los poetas Diana Morán, José Franco, José de J. Martínez, Changmarín. En cambio, cuando una generación pretende llegar a la nada, destruyéndolo todo, termina castrada y sin heroísmos que cantarle. El movimiento estudiantil hoy cultiva una especie de terrorismo nihilista, de pandillerismo tirapiedra que, más que el rostro, oculta su carencia de moralidad y profundidad ideológica. Pretende destruir lo caduco pero sin proponer un modelo que sustituya al equivocado. Huérfana de ideas dignificantes, la manifestación termina teñida de la violencia del barrio. Pero la culpa no resulta sólo suya.
Toda generación que se respete, abandera ideales. Admiramos el arrojo de los estudiantes Adolfo Ahumada, Víctor Avila, Ascanio Villalaz, Eligio Salas, Guillermo Cochez, José A. Sossa, en su aspiración por una sociedad más justa. Resultan tan lúcidos. Asumen como el primer deber de quien proponga cambio, el ser ejemplo moral y académico. Con la participación en acuciosos círculos de estudio donde debaten desde Marx hasta al filósofo Jacques Maritain, su rebelión alcanza coherencia. Resulta irregateable su visión al declarar oligarquía e imperialismo como enemigos históricos. Pero jamás esconden el rostro o cierran calles caprichosamente, menos atacan a mansalva a otros estudiantes, transeúntes inocentes o a vehículos de transporte.
La gesta del 9 de enero compendia la estatura de toda una generación aunada en la otrora gloriosa Federación de Estudiantes de Panamá (FEP). Pero sin tutores que inculcaran ideales, sin tutela de los intelectuales del Partido del Pueblo (PP) o de la propia Doctrina Social de la Iglesia (DSI), aquella generación nunca conseguía tamaño protagonismo.
El abandono de la juventud por el PP, la DSI, y por todos los partidos, la caída de la dictadura y la obtención de la soberanía total, elimina al movimiento estudiantil, soportes y motivos que entregaron coherencia histórica. Por su parte, la generación heroica, a pesar de que hace gobierno con Torrijos y Endara, una vez acomodada pierde autoridad moral y tampoco asume la responsabilidad de formar relevos. La crisis de las ideologías contestatarias al liberalismo tradicional, el desprestigio de las instituciones democráticas, la erosión de las civiles, léase bomberos, policías, sindicatos; la huida de las aulas del debate profundo, deja casi como única opción para canalizar la rebeldía, al pandillerismo.
Siempre el sexo, tan rotundo en esta etapa, ha tenido que ver con los reclamos juveniles. Cada época apareja un caudal de ideas, ismos que con vehemencia justifican, desde los desnudos de la Capilla Sixtina, hasta la reducción de la falda y la brevedad del bikini. El destape genera recurrentes escándalos entre moralistas, quienes exigen censura. El Estado la aplica gustoso, pero al tiempo de responder con la violencia institucional, devela su antológica miopía ante el reclamo juvenil.
En cada época, la contestación asoma a través de la música. Se anuncia con melancolía en el tango del arrabal, en el erotismo insinuante del bolero o en la crudeza del rock and roll, por cierto, todos censurados. Queda grabada en la canción protesta o el contenido social de la salsa, de una nueva trova cubana y la nova canción carioca. Pero en ausencia de ideales que den norte al mensaje rebelde, sólo resta la vulgaridad del reggae, o la vacuidad hipnótica de la música tecno, para corporeizar el reclamo nihilista de esta generación.
Hoy, jóvenes más conformistas subliman la violencia de una ausencia de ideales, elevando la tecnología a redentora social. Sacan el cuerpo a la sucia política, mientras sueñan que la vida remeda a la computadora y que la solución de todo no demora vía on line y de manos de Bill Gates.
Nadie pide a los estudiantes que usurpen la propuesta pequeño burguesa conformista, más cónsona con la madurez. Pero la negación de toda moral y autoridad, a través del discurso violento, niega poesía a cualquier propuesta de un nuevo orden social. Ante tamaña sequía, Ascanio, con su camisa blanca salpicada en rojo y su corbata institutora, agiganta su ejemplo cada día.
