Tengo mis preferidas entre las muchas palabras que aprendí en Panamá. Una de ellas es vidajenear –registrada como panameñismo en el diccionario de la RAE–. La encuentro tan precisa que, cuando viene al caso, no se me ocurre usar los sinónimos que se emplean en España, aunque otra cosa es que me entiendan mis paisanos.
En esta ocasión me voy a permitir el lujo de despojarla de su sentido peyorativo y elevarla a categoría literaria o, mejor dicho, a aplicarla a la lectura: todo asiduo lector de novelas, es, en el fondo, un vidajena. Gracias a su capacidad para salir del círculo de pensamientos propios, e incluso del entorno en que se mueve, vidajenea en la existencia de los personajes ficticios. A diferencia del bochinchoso común, cuyo campo de acción se limita a la vida y milagros de los conocidos para difundirlos a su modo, el del lector se amplía a culturas diversas de las que normalmente aprende algo. No es casualidad que el aficionado a las novelas lo sea también al cine por lo que este tiene de narrativa.
La culpa de que yo sea una vidajena la tiene el frío. Me crié y vivo en una de las ciudades más frías de España, y en las tardes de invierno de mi infancia, una de las distracciones en las que emplear el tiempo era leer. Sin embargo, una vez instalada en el vicio, también eran buenas las siestas de verano o los paseos de otoño para aislarme del mundanal ruido y dedicarme al “bochin” ilustrado. Huelga decir que tengo los años suficientes para afirmar que un mundo sin televisión era posible.
Me falta mucho y tengo lagunas que en ocasiones son tan grandes como océanos, pero lo que sí puedo afirmar es que la lectura ha ido configurando mi modo de entender el mundo. Determinadas situaciones humanas me remiten a menudo a personajes, obras y autores que evito citar en conversaciones por no ser pedante.
Uno de los escritores que mayor influencia ha ejercido en mí es Miguel Delibes. Se me murió el pasado viernes. Sería ocioso repetir sus virtudes como persona y como autor, pero sí aludiré a algunas de las enseñanzas que dejó en mi cotidianidad. La primera, pero no la más importante, es que cada objeto responde a una palabra que lo designa en español. Nada de genéricos como cosa, chisme o vaina. Hace, por ejemplo, una descripción de un barco en “377A, madera de héroe” que habrá sido la envidia de cualquier lobo de mar. Eso, por decir algo, porque los términos que emplea para las descripciones de la naturaleza o al reproducir la lengua de los personajes –términos conocidos sin embargo por mis amigos criados en pueblos de Castilla– me obligaron siempre a usar el diccionario y aprender. Era sin embargo más divertido que me lo explicaran ellos con tolerancia y paciencia. Los urbanitas tenemos terribles limitaciones al respecto.
El príncipe destronado, la deliciosa historia de Quico, un niño de tres años, a quien el nacimiento de Cris, su hermana, lo desplaza a un segundo plano, fue un referente en la educación de mis hijos, y descubrí la soledad de la vejez a edad temprana cuando leí La hoja roja.
Pero ha sido su retrato de los desposeídos lo que confirmó mi visceral adversión a la omnipotencia y al abuso. Azarías, uno de los personajes de Los santos inocentes, es un hombre pobre, corto de luces, que vive en un latifundio y cuyo único amor es una milana –pájaro a medio camino entre un grajo y un cuervo– que responde a su afecto con una fidelidad ciega. Un día, el señorito Iván, frustrado porque su día de caza no ha sido bueno, dispara a la milana. Al menos, tendrá una pieza. El alma inocente de Azarías, que lleva en su sino siglos de humillaciones ancestrales, se rebela. Conduce al señor a una trampa, donde muere suplicando que lo libere. Pero Azarías es corto de luces y no entiende sus súplicas. Solo mira al cielo por donde días atrás volaba su milana, su único amor.
También vidajenear duele.
