Este es el segundo tema que domina las conversaciones en Brasil. El primero, y mucho más popular, es la celebración de sus enormes éxitos: los millones de pobres que han dejado de serlo, la impresionante pujanza de sus empresas, las enormes oportunidades y la mayor prosperidad.
Si bien los problemas aún son grandes (miseria, crimen, corrupción, desigualdad), el optimismo también lo es. Los brasileños, siempre alegres, están ahora más contentos que nunca. Y con mucha razón. Las cosas van muy bien.
Y eso lleva a la segunda conversación obligada: ¿cuánto durará la fiesta? ¿Cómo –quién– nos puede descarrilar este raudo tren hacia la prosperidad?, se preguntan.
Paradójicamente, los motivos del éxito también son la fuente de las ansiedades. En los últimos cinco años, el crédito ha crecido hasta alcanzar el 45% del tamaño de la economía. Así, los brasileños han encontrado quien les preste para comprar casas, motocicletas, refrigeradores y todo lo demás, muchos por primera vez.
Y no les ha importado que las tasas de interés de esos préstamos sean las segundas más altas del mundo o que las familias brasileñas deban hoy dedicar un 20% de sus ingresos a pagar sus deudas.
