Breve historia de la histeria

Hipócrates, quien diera nombre a este mal emocional, decía que era típico de la mujeres (vaya, qué sorpresa) y le dio el nombre de la matriz, hystera. Con esto ya me cayó mal el tipo y arguyo que su madre le vio la cara de cuco y le dijo “vas a ser un hipócrita” y los del hospital se equivocaron al inscribirlo y le cambiaron el nombre a Hipócrates. Pero ahora, gracias a mis fantásticos poderes de deducción, ya todos sabemos la verdad.

No obstante, las mayores manifestaciones de histeria del siglo XX son ejemplo fehaciente del talento del macho para la histeria: la caída de la bolsa de valores en 1929 y la segunda guerra mundial, cortesía de herr Adolf y de Hirohito San. Y ni hablemos de las idioteces de George W. y sus secuaces porque no alcanza la página.

Pero divago. Siguiendo con el hilo cronológico del asunto, no solo el homo sapiens adolece de ella: me refiero a los gansos que comenzaron a graznar como histéricos cuando los galos invadieron Roma en el año 390 a.C., alertando así al destacamento de guardias que defendieron y salvaron la fortaleza de la colina Capitolina. El resto de Roma, por supuesto, se fue p’al caray.

Los galos nunca perdonaron a los gansos y hasta el sol de hoy, sus descendientes cada vez que le pueden agarran un ganso, lo emborrachan para que le dé cirrosis y comérseles los hígados después. A eso le llaman foie gras, y cuesta una fortuna.

Así, poco a poco, los bárbaros tocaron a la puerta del imperio romano, y con aquello de que soplaré y soplaré, y tu casa derribaré, se lo comieron, pero ya mucho, mucho después de que César dijera su famoso vini, vidi, vinci, o sea vine, vi y vencí.

Traigo esto a colación porque en nuestro siglo, todos los años se desata una histeria colectiva en Londres, cuando Harrod’s (la tienda por departamentos más bella que te puedas imaginar) hace su baratillo. Y el grito de guerra de todos es: vini, vidi, Visa. O Mastercard, o Amex, o Diners, o la que acepten.

Pero en serio, mira si será importante este trastorno, que encima de la famosa tumbona de Froid había un grabado de un tal Brouillet, llamado Une leçon clinique a la Saltpetriere de una doña desmayada en brazos de un hombre. En la vida real, la doña se llamaba Blanche Wittman, alias “la reina de las histéricas”, el médico era Joseph Babinski y el doctor sentado, que dirigía todo el zaperoco, era el famoso J. M. Chacot, padre de la neurología y tutor de Freud.

Ya no se le llama, clínicamente, histeria. A cada una de sus manifestaciones se las han ido endosando a otras ramas de la medicina, pero seamos francos: desde Hipócrates en adelante, las mujeres seguimos teniendo fama de histéricas, y dicen que de histeria sufren más las mujeres que los hombres y que probablemente es así porque nos enseñan desde chiquitas a inhibir nuestro comportamiento (¡ja!) y muchas veces, aprendemos a manipular mediante lástima o simpatía (doble ja).

Pero ni la lástima ni la simpatía le sirvieron para nada a las dos pelaítas que comenzaron todo el rollo de la cacería de brujas de Salem, Massachussets, allá en 1692, que dejó un saldo de 24 muertos. Por supuesto que muchos avivatos vieron una oportunidad dorada de despojar de sus bienes a algunas mujeres que no tenían un macho alfa protector, y que quedaron pagando los platos rotos. Y nosotras seguimos pagando platos rotos. Nomás mira las estadísticas de mujeres abusadas.


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