LA GLOBALIZACIÓN Y LOS TLC.

Cambalache

Han transcurrido más de 60 años desde que Enrique Santos Discépolo escribió la letra y música de uno de los tangos más populares hasta hoy día: Cambalache. Lo he escuchado en su versión más difundida, en la voz del argentino Julio Sosa; así como en la del catalán Joan Manuel Serrat y en la del madrileño Julio Iglesias.

Para la mayoría de los hispanohablantes, cambalache no es más que un trueque de diversos objetos, valiosos o no, con el fin de obtener una ganancia. Pero para los argentinos, es una tienda donde se compran y venden prendas, joyas o muebles usados.

Cuando Discépolo escribió su tango, en el mundo se había desatado una depresión económica que ocasionó la ruina de casi todas las economías, incluyendo la de Estados Unidos.

La producción reflejaba su nivel más bajo y, por consiguiente, el desempleo alcanzaba grandes proporciones. Debido a la excesiva oferta de mano de obra y de capital libre, los salarios, sueldos e intereses bancarios bajaron vertiginosamente, lo que redundó en precios bajos de los bienes de consumo. Los empresarios trataban de lograr al menos un mínimo de ventas a base de disminuir los precios; pero los consumidores retenían la demanda en espera de que los precios bajaran todavía más, o, sencillamente, no podían comprar porque les faltaba dinero para hacerlo. Las empresas más débiles fueron eliminadas del mercado, mientras las más fuertes, que tenían capital paralizado en instalaciones sin uso, no hacían inversiones de ningún tipo por faltarles perspectivas de ganancia.

Las capas medias y los pobres fueron los más afectados. Los sueldos se pagaban dos veces al día y era urgente gastarlo inmediatamente. Se les daba a los trabajadores un receso de media hora, dos veces al día, para que compraran lo que necesitaban, mayormente alimentos. Esperar dos horas podía significar comprar solo la mitad de comida. Como no se podían remarcar los precios tan rápidamente, los comerciantes mantenían las etiquetas, pero exhibían un factor de multiplicación que variaba constantemente. Cada hora los comerciantes llamaban al banco para que les dieran la nueva tasa de cambio referente y modificaban el factor de multiplicación aumentándolo un poco para anticiparse al nuevo incremento.

La depresión fue mayor de lo que financistas y economistas creyeron en el primer momento que sería - un ejemplo particularmente severo de las depresiones cíclicas del comercio. Fue la quiebra del capitalismo en sí mismo, una crisis del conjunto de la estructura económica que se había venido desarrollando en los dos siglos anteriores.

Los más grandes poderes financieros del mundo quedaron maltrechos. Cinco mil bancos de Estados Unidos cerraron sus puertas y los estadounidenses no solo dejaron de prestar al exterior, sino que reclamaron la devaluación de sus préstamos a corto plazo.

Los gobiernos actuaron, frente a esta situación económica mundial de diferentes maneras: trataron de asumir medidas más enérgicas para controlar las monedas y las tasas de cambio; alzaron las tasas, impusieron cuotas a las importaciones, adoptaron medidas muy rigurosas para proteger a sus países contra la depresión y se ampararon en acuerdos regionales y abandonaron el patrón oro.

Muchos gobiernos se esforzaron por proteger a sus agricultores y manufactureros mediante tarifas protectoras o fijación de precios. No obstante, estas medidas solo propiciaron que se limitara más el comercio internacional.

Lo que la humanidad necesitaba era recuperar la confianza en sí misma- en la habilidad de los individuos para liberarse de los absurdos de un mundo donde treinta millones de personas estaban desempleadas, mientras grandes almacenamientos de bienes permanecían sin venderse. Los pueblos y los gobiernos se debatían en una pesadilla donde la civilización estaba limitada por su propio poder para producir abundancia, pero donde la mayoría vivía en la pobreza. Un mundo donde mujeres, hombres, niñas y niños, ancianas y ancianos morían de hambre porque había mucha riqueza concentrada.

Fue aquí cuando Discépolo se inspiró y escribió que el mundo fue y será una porquería, ya lo sé…/ en el quinientos seis y en el dos mil también./ Que siempre ha habido chorros (ladrón, asaltante, o alguien que de alguna manera roba),/ maquiavelos y estafaos,/ contentos y amargaos,/ varones y dublé./ Pero que el siglo veinte/ es un despliegue de maldad insolente/ ya no hay quien lo niegue.

Si eso pasaba en los países ricos, imaginémonos cómo estarían los pobres. Después vino la Segunda Guerra Mundial y, al terminar ésta, la crisis general del capitalismo que continúa hasta hoy día y que abarca todos los aspectos de su vida económica, política e ideológica.

¿Qué diría Santos Discépolo, en los albores del siglo XXI, cuando la globalización y los TLC han hecho a los pobres más pobres? ¿Qué las políticas proteccionistas y las barreras arancelarias de los Estados poderosos se han convertido en "barreras sanitarias"? ¿Que el Banco Mundial ha vuelto a reconocer, aunque un poco tarde, la importancia del Estado en el desarrollo nacional? ¿Qué ese mismo banco y el FMI están en crisis financieras y tienen que aplicarse las mismas políticas de ajuste estructural que nos impusieron a mediados de los ochenta?

Creo que seguiría pregonando que… Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor . . ./ ignorante, sabio, chorro, generoso o estafador./ Todo es igual./ Nada es mejor/ etcétera.

El autor es economista y docente universitario


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