Cero hambre en Panamá

Demetrio Olaciregui Q.Es inadmisible que existan panameños que pasan hambre, mientras un sector opulento e insensible continúa acumulando inconmensurables fortunas materiales. Es una irresponsabilidad que subsistan, uno al lado de la otra, el país de los pobres y la nación de ricos empresarios a quienes les sobra todo menos caridad. Esa realidad, en la que los niveles de ingresos conviven con la exclusión, es ofensiva. Pero hay soluciones.

Disipar la larga sombra que arroja la desigualdad sobre cuatro de cada 10 panameños es una tarea que debe encararse en forma colectiva. Desde el Gobierno debe demostrarse que la política es capaz de resolver los problemas de la gente y que la democracia tiene algo que ofrecer a los pobres. El ciudadano común debe sentir y percibir que el Gobierno representa sus principales visiones e intereses. No hay integración política y social efectiva si persisten bolsones de pobreza y exclusión a los que no se les garantiza el suministro de bienes públicos como son seguridad, justicia, educación, salud, infraestructura y cuidado del medio ambiente. Para enfrentar la pobreza, el Gobierno debe aplicar una cirugía mayor en la estructura administrativa y en los programas del gasto y la inversión pública.

También el sector privado debe jugar su papel. “Hay que creer en las empresas como motores de la economía y no pensar que los empresarios son ladrones y explotadores”, dijo recientemente el ex presidente chileno Eduardo Frei, en un foro internacional sobre globalización con rostro humano. A la vez que son pilares del crecimiento económico, las empresas deben propiciar la generación de empleo y transformar el resultado de ese repunte en beneficios que alcancen a los sectores más postergados.

En lugar de perpetuar las profundas divisiones sociales, el sector privado debe poner fin a la resistencia a pagar los impuestos necesarios para que el Estado pueda invertir en educación y salud para los pobres. El nuevo enfoque de la responsabilidad social de las empresas no solo debe encaminarse en dar pescados y enseñar a pescar, lo más importante es que haya pescado en los estanques y lagunas.

El Gobierno y el sector privado, dentro del cual tienen un rol todas las expresiones sociales junto a los trabajadores organizados, son los llamados a construir un país auténticamente solidario. Unidos pueden resolver los problemas concretos de la realidad social de Panamá, conscientes de que el hambre y la pobreza son amenazas a la democracia. No hay que descartar que la exclusión puede generar entre los marginados tentaciones por sacrificar las libertades con tal de tener algo para comer.

Las políticas asistenciales deben ir de la mano con estrategias permanentes de crecimiento económico sostenible y de una distribución equitativa de la riqueza. Se requiere una economía social, unida a redes de desarrollo sostenible, basadas en el trabajo asociado con la autogestión y la solidaridad, y que garanticen programas que tengan posibilidades de éxito. Los pobres no pueden consumir, pero pueden producir. No hay que olvidar, además, que la desigualdad también alcanza a amplios sectores de la clase media panameña que ha estado evaporándose en la última década.

Es fundamental invertir en la primera infancia para garantizar que todos los niños panameños crezcan, se desarrollen adecuadamente y se conviertan en pilares de una sociedad mejor. Al país no le espera un porvenir próspero si se acentúa la realidad de que seis de cada 10 niños nacen en la pobreza. Hay que programar inversiones a futuro capaces de revertir el ciclo intergeneracional de pobreza y desnutrición y que garanticen el desarrollo de valores sociales de justicia, equidad y respeto a la ley. Niños excluidos dan como resultado jóvenes sin empleo, víctimas de la economía informal, madres prematuras o carne para la delincuencia.

La educación secundaria, principalmente en carreras técnicas, es la vacuna para que los jóvenes panameños no se queden al margen de la modernidad, sin horizontes vitales, sin expectativas y sin sueños, como si no tuvieran espacio en un país que los ve crecer en una peligrosa intemperie social.

La pobreza, el desempleo y la injusticia arrinconan a los panameños. Alimentan un proceso que conduce a la destrucción de los lazos y valores que sustentan la integración social. La pobreza también va unida a la falta de derechos a la participación política y a la libertad de expresión, porque las voces de los marginados están postergadas y sin cabida en los medios masivos de comunicación. Carecen de cobertura de seguridad social, no tienen acceso a la tierra y otros activos, a posibilidades de financiamiento, ni a entrar al mercado formal del trabajo ni a hacer valer sus derechos ante el sistema judicial.

El Gobierno y el sector privado, junto a la sociedad organizada en todas sus expresiones, están llamados a resolver los problemas concretos de la realidad social panameña. Desempleo, pobreza y desigualdad son la contraparte de una sociedad integrada y con perspectivas de una movilidad ascendente. La creciente concentración de la riqueza en pocas manos es una ofensa que se proyecta diariamente en la marginalidad y la exclusión. La aplicación de un nuevo enfoque de la política social será lo que permitirá ver el rostro de una economía moral que contribuya a resolver, en forma permanente, el problema del hambre de un vasto sector de la población panameña.


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