Ana Alfaro Especial para La Prensa revista@prensa.com
Por lo general, no soy muy amiga de los vinos rosados. Es más, diría que prefiero tomarme casi cualquier cosa que un vino rosado, especialmente ese horrible engendro del mercadeo californiano, el Zinfandel blanco, que le ha dado mala fama tanto al vino tinto Zinfandel, que tiene un nicho propio en mi corazoncito, como a los vinos blancos en general.
Pero la champaña rosada, ¡ah! ¡eso ya es otra cosa! Y cuando llega un señor de la prestigiosa casa de Möet & Chandon, y nos da a probar una champaña rosada espectacular, seca (nada de esas boberías azucaradas), con aroma a fresas, con un color durazno tan perfecto, tan sutil que te apetece pintar tu habitación del mismo tono, te enamoras. Esto no es espuma de casquería, no señor. Este néctar es una maravilla: sus burbujas, pequeñísimas, forman un rosario que acaricia tu paladar; tal cosquilleo de placer hace que, inconscientemente, sonrías.
El alto sacerdote de este particular templo a Dionisio es Philippe Coulon, un señor (francés, por supuesto) que tras cursar estudios de agronomía y enología, pasó cinco años como profesor de enología en Chile: es muy probable que a él le debamos agradecer gran parte del buen vino chileno que llega a nuestras costas. Y si no a él, a sus pupilos, puesto que hace tres décadas se unió a la Casa Moët & Chandon y, desde 1981, es director del departamento de Enología e Investigación y miembro del comité directivo de la Casa en Epernay, Francia. Capitanea su equipo de diez enólogos y sienta las pautas, definiendo los estilos de los vinos que producen tanto en Francia como en el extranjero, ya que Domain Chandon o Bodegas Chandon son nombres que distinguen los intereses de la Casa en España, Argentina, Brasil, California y Australia.
Lo que más le gusta de su trabajo, dice, es el momento de la mezcla. Sus ojos brillan cuando explica que es injusto llamar así al proceso: que esto, más que fabricación, es elaboración, donde el enólogo usa todos sus sentidos, donde se le va el alma con cada grado de temperatura, y el corazón con cada gramo de azúcar. Porque Coulon es enemigo acérrimo de la manipulación artificial del mosto y mantiene su pureza con febril recelo.
A diferencia de los vinos tranquilos, las champañas no llevan año. Esto se debe a que en cada temporada de embotellamiento se mezcla una proporción de mosto guardado de años anteriores, para asegurar la homogeneidad en el producto, y de esta forma se salvan muchas cosechas que no han sido especialmente buenas, con una mayor proporción del jugo de años meritorios. Esto garantiza la calidad sostenida del producto, año tras año. Por supuesto, hay otras cosas que entran en juego, como los porcentajes de las variedades de uva que se utilizan, principalmente las Pinot Noir, Meunier y Chardonnay. En el caso de las champañas blancas, se evita el contacto de la cáscara roja con el jugo para así no teñirla, pero en el caso de la rosé se añade algo de tinto a la mezcla para producir el color que deleita.
La champaña, dice Coulon, acompaña bien cualquier platillo. Para comprobar esto, se pidió a Cuquita Arias de Calvo que elaborara un menú a base de sus especialidades locales: Comenzó el menú con una terrina tibia de pimientos morrones, plátano maduro y salsa de Bloody Mary. Luego sirvió una ensaladilla de berro, palmitos y zarzamoras y terminó las entradas con unas colitas apanadas de cocodrilo (sí, y estaban espectaculares) con un alioli de aguacate. Todo esto lo disfrutamos con la Brut Imperial Rosé. Tras limpiar el paladar con un sorbet, nos cambiaron la copa, y disfrutamos el plato fuerte, un filete de salmón con risotto de coco y fondo de langosta, que bajamos con la Brut Imperial blanca. Otro cambio de copa, y llegó el postre de mango y caramelo, atinadamente acompañado con el Néctar Imperial, levemente más dulce y por tanto perfecto. Así que ya saben, amigos. La próxima vez que hagan arroz con pollo, o champaña o nada. Y patacón, pues con Dom Perignon.

