Las denuncias sobre los males causados a los pueblos del tercer mundo por el "colonialismo" provienen, generalmente, de grupos sociales alentados por políticos y movimientos de izquierda que sobrevivieron al cataclismo ideológico-político que siguió a la caída del muro de Berlín.
La causa de los denunciados males es denominada modernamente "neocolonialismo", y hace alusión, generalmente, a la hegemonía de Estados Unidos en la política mundial; hegemonía que es calificada también de "imperial". (Pregúntesele al presidente venezolano, Hugo Chávez).
Sin embargo, junto al supuesto neocolonialismo estadounidense existe otro muy sutil, que penetra silenciosamente en los países necesitados de los recursos suficientes para la planeación y desarrollo de proyectos y programas de educación, de salud, de impacto ambiental, y de otros temas de urgente atención. Este otro neocolonialismo tiene su centro en la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y en el Parlamento Europeo. La primera, con numerosas oficinas especializadas que manejan programas de asistencia internacional, y el segundo, en manos de burócratas que tratan de acabar con la identidad cristiana de Europa. Pero este neocolonialismo no lo denuncian las "izquierdas".
El problema es que el manejo de los programas se realiza acompañado de exigencias y condiciones que, por su carácter impositivo, pueden calificarse de intervencionistas y de tipo colonial.
De modo que, al igual que en el siglo 15, a nuestros pueblos llegan los nuevos colonizadores, los especialistas, provenientes de Europa, sobre todo de España, por cuestiones del idioma. Sus burócratas colonizadores se presentan como panacea para los males de nuestros pueblos. También, por increíble coincidencia, al igual que ayer, las supuestas soluciones son impuestas, sin consulta previa ni consideraciones dialogadas.
Las nuevas colonias deben aceptar las políticas imperiales, y para asegurarse la aceptación, los colonizadores no utilizan arcabuces ni espadas, sino documentos y amenazas sobre la suspensión de créditos; las negativas a préstamos; la dilación de decisiones esperadas, y demás recursos que las modalidades del poder ponen a disposición de los nuevos imperios coloniales de la asistencia internacional. Así vemos en los casos de Nicaragua, México, Polonia y otros. El Parlamento Europeo, por ejemplo, amenaza al Gobierno polaco para que retire del parlamento una ley que prohibiría la difusión de la ideología homosexual en las escuelas.
Por su forma y fondo, este nuevo tipo de colonialismo resulta tanto más peligroso cuanto que penetra casi inadvertido en la vida de los pueblos, y es aceptado irresponsablemente por gobernantes necesitados de los préstamos y ayudas que solamente se conceden cuando se aceptan los términos de los programas con todo y asesores. De este modo se impone al país la política colonial a través de acuerdos, contratos, y hasta proyectos de ley que, incluso, atentan contra la cultura y la moral de los pueblos. Esto se ve en los planteamientos e imposición de las políticas que propician la legalización del aborto y la destrucción de la familia tradicional; la insistencia en el reconocimiento de los supuestos derechos reproductivos de la mujer, los "matrimonios" entre homosexuales, y las exigencias para introducir en los contenidos curriculares de la educación de niños y adolescentes la homosexualidad como derecho humano y práctica deseable y tolerada.
Todas estas aberrantes exigencias carecen de bases científicas, y parecen obedecer simplemente a caprichosas ideas personales y sectarias traídas del neopaganismo de moda, que atentan contra el bien común de la sociedad democrática.