Demonios personales

María del Carmen Cabello ccabello@prensa.com

Y después de la tempestad vino la calma. Se acabaron las fiestas navideñas y su embriaguez de luces, dispendio y gula. Quien las gozó, eso que se lleva al cuerpo, y quien se sumió en la tristeza o la melancolía, que respire con alivio.

Tras el paréntesis, a unos y otros el año que comienza se nos antoja una página en blanco en la que escribir la historia con tinta de esperanza. Igualito que hicimos el año pasado, y el anterior, y el otro de más arriba, agua que corrió bajo el puente y a la que nadie pudo ponerle diques. Afortunados nosotros, seres humanos, a los que cada 365 días se nos concede la ilusión de una vida nueva sin dejar de ser los mismos.

Pero es tan solo eso, una ilusión. Porque no habría vida nueva sin propósitos nuevos, o viejos, los de siempre, que pocas veces cumplimos. Un propósito es precisamente tratar de enmendar (o torcer, nunca se sabe) nuestra naturaleza para lograr lo que se nos escapa. Se propone hacer dieta el que come sin mesura; ejercicio el sedentario; ahorrar el que despilfarra, y estudiar dos horas al día el que sabe que cualquier excusa es buena para no enfrentarse a un libro.

Lo ilusorio es suponer que con la caída de la última hoja del almanaque, por obra y gracia del nuevo año, venceremos la adicción al chocolate, la pereza de mover los músculos, la largueza en los gastos o la aversión a las teorías académicas. Total, que no hay propósito que valga si no hacemos antes una introspección objetiva y exhaustiva de nuestras malas costumbres, de esos demonios personales que tienen sus causas y sus efectos.

Si llegáramos a ello, es decir, si llegáramos a conocernos a nosotros mismos (susceptibles siempre de mejora), nuestros propósitos y nuestra conducta serían distintos.

Aunque no hay que generalizar. Imaginemos que el corrupto así, al descuido, echa una miradita a su interior, y que en lugar de encontrar excusas se topa con una conciencia turbia y acusadora. O que el cizañoso se da cuenta del mal que va regando a su paso; que el tirano entiende por qué se le odia, o que el político percibe el peligro de que su especie está en vías de extinción. ¿Qué desearían obtener para el año nuevo? Si la ingenuidad fuera una virtud, diríamos que ansían una conversión, un corazón purificado, una ética al uso, pero todo eso es apenas probable. Sabido es que hay especies irredentas y que no está hecha para ellas la esperanza.

Sin embargo, es posible que algún alma cándida, tras un detallado análisis de los factores que impiden el cumplimiento de sus promesas, decida convertirse en un ser mejor. Eso que ya no se lleva y que no suele entrar en las listas de objetos por obtener: ser más honesto, más culto, más generoso o más comprensivo. Más gente. Baste entonces, conociendo lo que se lidia, limar defectillos de aquí y reforzar valores de allá. Y estar alerta, siempre alerta. Si no se podan los baobabs cuando son pequeños, diría el principito, pueden hacer estallar el planeta.

Pero no es posible ser gente si no se es mínimamente feliz y gloriosamente libre. Por eso, si nos reconocemos hartos de desdichas y de opresión, sonó la hora del desquite. Después de todo, ni la felicidad ni la libertad son gratuitas, sino un trabajo de hormiga. Disciplinado, constante y eficaz. Un modo de ser, en definitiva, un modo de estar que no puede dejarse en manos de otros. Nadie en nuestro nombre puede gozar del tiempo y de la vida, de la lluvia y del sol, del conocimiento y de la sorpresa; nadie es responsable de nuestro cuerpo ni de nuestro sentir, porque a cada ser humano le cabe el privilegio de experimentar la zozobra del miedo, el alivio del humor, lo sublime del afecto y el dolor de la existencia.

Y es que solo individualmente tiene cada persona la facultad de penetrar en sí misma, buscarse, conocerse y amarse. Y cuando se logra, no es preciso un nuevo año para hacer propósitos. La dieta y el ejercicio no serán una actividad huidiza y obligatoria, sino el medio elegido para un fin superior: estar sano; el ahorro perderá su cariz de sacrificio con la esperanza de su disfrute, y solo arremeteremos con el libro de estudio si el afán de saber es genuino.

Lo digo yo, pobre incapaz de cumplir un propósito de Año Nuevo, pero que un jueves (o quizás era lunes, no lo recuerdo), de una semana cualquiera de un mes de agosto de un año olvidado, decidió luchar contra sus demonios personales y en eso está aún. Después de todo, se han hecho de la familia, peleamos cada vez menos y nos soportamos con una exquisita cortesía y comprensión.

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