Era un adolescente cuando la historia oficial y maquillada de Panamá de nuestra separación de Colombia me hacía aguas en la mente, por el relato alternativo que recibía de algunos de mis rebeldes profesores de historia, que basaban sus enseñanzas en el libro Historia de las Relaciones entre Panamá y Estados Unidos, de Ernesto Castillero Pimentel.
Lo que me contaba el libro lo comprobaba a diario con la brutal presencia colonial norteamericana en Panamá. El Canal era dirigido por un gobernador militar norteamericano y era administrado por cientos de zonians que residían en una colonia con leyes, policía, escuelas, hospitales, jueces y cultura norteamericana, donde los de este lado de la cerca, nos sentíamos extranjeros en nuestro propio país. Y esa colonia era defendida por una masiva presencia militar.
Aún revoloteaba en nuestras mentes la gesta de noviembre de 1959, cuando jóvenes estudiantes sembraron banderas panameñas en la Zona del Canal y cuando, un año antes, en 1963, el Ejecutivo norteamericano, obligado por la creciente indignación nacional, instruyó a su gobernador (“de qué”, diría Torrijos) a izar nuestra bandera al lado de la de ellos. Pero eso no era todo. El movimiento estudiantil panameño, la vanguardia del 9 de enero, venía acumulando fuerzas y liderazgo social, producto de la suma de los desaciertos y represión de los distintos gobiernos de la época y de la clandestina conducción del Partido del Pueblo y otras fuerzas políticas emergentes.
Y la revolución cubana, con cuatro años de rebeldía y ejemplo para la juventud de la región, nos daba el marco y la esperanza de que otra sociedad era posible y que el imperialismo constituía el principal sustento de la mala alianza entre la oligarquía y el militarismo, que nos mal gobernaba y sometía.
O sea, la mezcla explosiva estaba servida. Solo faltaba la mecha y el fósforo. Lo demás ya es historia. Nada fue igual después del 9 de enero de 1964.
