Cuando pienso en la responsabilidad que tenemos todos los miembros de la sociedad panameña preocupados por el nivel de deterioro de ella, siento que la Iglesia católica –a la cual pertenezco por formación y convicción– juega un papel preponderante en el diseño de una sociedad mejor para todos. Y eso es así, porque, según las estadísticas, 85% de la población practica la religión católica.
En este sentido, siento que a veces la Iglesia se omite en asuntos cotidianos y sigo esperando que cada misa sea un foro en donde el sacerdote, como buen pastor, nos guíe en situaciones demasiado comunes en las cuales sus fieles no siempre evidenciamos un comportamiento cristiano. Debo admitir que en algunas ocasiones el sermón ha sido directo, claro y aleccionador. En esas ocasiones me he sentido amonestada y, respetuosa de la autoridad eclesiástica, he hecho acto de contrición y he evaluado mis acciones frente a lo que nos enseñan las sagradas escrituras y el sermón del sacerdote.
Y no es que yo me considere la mejor discípula, ni nada parecido. Reconozco que soy pecadora y que más a menudo de lo que yo quisiera, mi naturaleza humana, con todas sus imperfecciones, se manifiesta. Pero creo que como católica hay algunas fallas que no me permito, tal vez en aras de preservar el bien de los otros miembros de esta colectividad, tal vez reconociendo que mis derechos terminan donde comienzan los derechos de mis conciudadanos.
Y específicamente debo referirme a la falta de respeto que demuestran algunos feligreses cuando acuden a los servicios religiosos y, por ejemplo, se estacionan en lugares reservados para personas con discapacidad, o sencillamente bloquean el acceso a las residencias o a los autos de otros feligreses. Si algo me hace enojar es la falta de conciencia que, a mi juicio, raya en desprecio por el ser humano.
Hace unos meses me tocó acompañar a una prima que, en estado de pánico y desesperación, buscaba a su esposo que no había regresado a casa inmediatamente después de misa. Recorrimos el barrio y cuando ya en agonía nos dirigíamos al hospital, como última instancia pasamos a la parroquia, solo para percatarnos de que no había podido salir, pues su carro había sido bloqueado por otro creyente que decidió prolongar sus rezos sin tomar en cuenta que su manifestación de fe atentaba contra la capacidad de mi primo de irse a casa a tiempo. Poco pensó el feligrés si el prójimo cuyo auto estaba bloqueando tenía compromisos que atender o sencillamente cenar a horas establecidas por ser diabético.
Otro día escuchaba a la planchadora quejarse de una patrona que le debía el pago de varias jornadas, no obstante esta patrona iba a misa todos los días y hacía alarde de su devoción. La planchadora se preguntaba, con sobrada razón, ¿cómo puede alguien pisar la casa del Señor que nos mandó amar al prójimo como a uno mismo, mientras estrangula económicamente al hermano? ¿Cómo puede privar a otro ser humano de ingresos ganados honestamente, y rogar a Dios?
No deja de ser preocupante, pienso yo, que católico o no, algún ciudadano se sienta con más derechos que otro, sea éste un empleado o simplemente un conductor, o el morador vecino de la iglesia. Pero siento que quienes profesamos la fe católica estamos obligados a observar un comportamiento más piadoso y a preocuparnos más por quienes llamamos hermanos. Y en este sentido, pienso que nuestros sacerdotes no deben dejar pasar la oportunidad de recordarles a los fieles durante los servicios religiosos que las oraciones deben hacernos mejores y que, siendo así, de nada sirve ir a rezar si para ello se pisotea el derecho del vecino de acceder a su residencia o la libertad de movimiento de algún hermano, o se estrangula económicamente a un empleado.
Que no interpretemos incorrectamente el refrán popular, "A Dios rogando y con el mazo dando".
