CULTURA

Escribir, un acto sagrado: Enrique Jaramillo Levi

Escribir es para algunos una tarea ingrata, un auténtico fastidio, casi un castigo. Para este tipo de persona tal cosa ocurre desde que se inicia en la escuela, probablemente con malos maestros y con pésimos hábitos escolares y familiares de trabajo. Para otros, sucede todo lo contrario: resulta ser un enorme placer, una fascinación irrenunciable.

Hablo, por supuesto, del acto de escribir en general, al margen de géneros literarios o periodísticos, de biografías o autobiografías, de notas científicas o apuntes empresariales, de diarios íntimos. Simplemente sentarse a escribir un texto que tenga un mínimo de coherencia y significación, sin que nadie lo obligue a uno; y que además esté bien redactado, por supuesto. Un texto en el que con la debida eficiencia semántica se comunique una idea, una emoción, una sensación punzante que a juicio de quien escribe valga la pena transmitirse o comunicarse. Valga la pena compartirse. Porque, sin menoscabo de su indudable valor terapéutico, de eso se trata en el fondo, como en cualquier verdadero acto amoroso: de compartir. Aunque en un primer momento ocurra que solo se escriba para uno mismo.

En lo personal, no hacerlo cada día o cada dos días, aunque solo sea mediante un par de párrafos, me induce una especie de asfixia mental, de nudo emocional, una inquietud, que termina tornándose un fenómeno ligeramente sicosomático. Cuando eso ocurre me siento incómodo, ansioso, a punto de algún tipo de rebeldía.

Para mí, por supuesto, como escritor que soy, escribir bien o mal, pero tratando siempre de hacerlo de la mejor forma posible, es mucho más que un simple gaje del oficio. Es una necesidad congénita, vivencial –una segunda naturaleza, que llaman–, a la que no puedo renunciar.

Si bien es cierto que a las palabras se las lleva el viento, la expresión suele referirse a la palabra hablada, a su tradicional oralidad, que a pesar de su carácter efímero merece respeto. No de otra manera se han transmitido de generación en generación las grandes o pequeñas tradiciones, los mitos, las leyendas, a veces incluso la historia misma que constituye la antropología íntima de los pueblos, su idiosincrasia, su más genuina cultura.

Pero no deja de ser igualmente cierto que a la palabra escrita, por su carácter testimonial más gráfico y permanente, sin duda el viento –el tiempo– se la lleva menos. Sobre todo cuando el autor ha sabido construir bien pensadas y sentidas secuencias de frases que al juntarse forman sólidos párrafos que, a su vez, integran la totalidad de un texto significativo.

Llámese arte –la buena literatura es una de las bellas artes–, o un oficio cotidiano o nada más ocasional, el acto de escribir requiere cierta disciplina, determinada formación, un mínimo de rigor, un sentido de responsabilidad con lo que se dice. Uno no pone por escrito cualquier cosa, no escribe simplemente “babosadas”, a menos que quien lo haga sea un auténtico baboso, sabiéndolo o sin saberlo, lo cual por desgracia también ocurre.

En los mejores casos, se escribe como se respira en condiciones normales, con naturalidad y con ritmo, sujetando el pulso autoral a una cadencia interna que resulta consubstancial con el sentido mismo de lo que se expresa. Por supuesto, esto no significa que uno no escoge con precisión su vocabulario y que no se cuiden los mecanismos que imprimen corrección a la gramática, que a su vez implica una impecable puntuación.

Tampoco supone que a la larga no pueda lograrse incluso la conquista de un cierto estilo personal de escribir.

Un estilo, por cierto, que a menudo llega a ser reconocible, apreciado, con suerte memorable, porque retrata de forma convincente la manera de pensar y sentir de alguien que adquiere personalidad propia justamente en el acto de escribir. Pero en todo caso, un estilo que para llegar a serlo, para poder brillar con luz propia, implica obviamente mucho trabajo posterior de autocrítica y pulimiento del texto antes de hacerlo público.

Se trata, entonces, de un acto que como ciertos rituales y algunas convicciones irrenunciables, para su autor a menudo termina siendo sagrado; aunque no pocos consideren tal cosa como una exageración, algo que no pasa de ser una simple metáfora.

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