El cinismo en este país ha sido elevado al nivel de perfección, tanto que se practica hasta con estética. Sin duda, los máximos exponentes de esta plaga contemporánea son los políticos y los moralistas de oficio, individuos envueltos por el velo de la mentira y el manto de la farsa, henchidos de simulacro y supuesta afectación calumniosa.
Toda esta demostración de despropósitos es declamada públicamente con desvergonzada arrogancia. Los ejemplos -y los daños producidos- de esta cosmética desfachatez son incalculables y están propiciando que Panamá se convierta en la sociedad del descaro y la hipocresía.
En el campo de la política podríamos llenar un libro con anécdotas de cinismo moral disfrazado por hábil camuflaje.
Ex presidentes que nos restriegan, amparados bajo hipotética legalidad, su vulgar justificación para malgastar partidas discrecionales, adornándola, por un lado, con manipulación del sufrimiento de ciudadanos enfermos o solicitud de compasión por vestimentas andrajosas y, por el otro, con exhibiciones de modernidad cibernética para confundir a la sociedad iletrada, apelando a la ingenuidad colectiva. Un magistrado que siente su honor ultrajado por informaciones que generan suspicacia de dolo o conflicto de interés. Aunque siempre he criticado el libertinaje periodístico, la evidencia presentada sobre este gatuperio moral no parece representar confabulación ni engaño malintencionado. Para salvar su autodenigrada imagen, arremete ferozmente contra periodistas que cumplen una función valiosa, necesaria para fortalecer nuestra endeble democracia y depurar la podredumbre que satura la política panameña. Finalmente, diputados que mantienen sus privilegios con la virtuosa excusa de que los lujosos vehículos, celulares, placas, viáticos, combustibles y demás extras sirven para optimizar el fatigoso trabajo de legislar y atender a la comunidad. Mientras tanto, venden exoneraciones para que distribuidoras de automóviles e individuos pudientes desfalquen al Tesoro Nacional al obviar el pago de tributos fiscales. A estos seres inmaculados se les llama honorables.
Pero si a todos estos personajes los podríamos catalogar de inmorales, a los abogados que defienden recurrentemente sus casos deberíamos considerarlos amorales. Mientras reciban sus jugosos emolumentos, poco les importa la moralidad de sus actuaciones, en la medida que encuentren artimañas jurídicas para salvar los pellejos de clientes.
Incluso, si la actividad es impúdica pero el fin beneficia a muchos, se esgrimen los perniciosos conceptos de Maquiavelo para salir airosos. Se tornan también indiferentes a la perplejidad en que nos sumergimos nosotros, los ciudadanos imbéciles, de ver cómo los panameños humildes son sentenciados por ofensas banales mientras los delincuentes de elite pasean indemnes por la ciudad. Afortunadamente, las intervenciones iniciales de la Procuradora generan un haz de esperanza para que la justicia se redima con una peligrosamente desanimada sociedad.
Los moralistas recalcitrantes son otros personajes que hacen mucho daño al bienestar de la humanidad y a la tolerancia hacia la pluralidad de ideas, creencias y hábitos. Por un lado, tienen una visión de túnel en claroscuro que no distingue los matices grisáceos, honrando, por analogía, la fatídica frase del oligofrénico vaquero tejano "o estás conmigo o eres terrorista". En su afán por desacreditar al que posee una óptica diferente, tergiversan palabras o mancillan reputaciones. Para ellos, dueños exclusivos de lo correcto, tratar de entender a la mujer que aborta, hablar de anticoncepción y de la despenalización del aborto para salvar vidas de embarazadas humildes (las damas solventes abortan en clínicas privadas) o favorecer la eutanasia ante enfermedades miserables en sujetos con voluntades anticipadas es sinónimo de exterminio, de equiparar la práctica abortiva con control demográfico o de valores morales aberrantes.
Paradójicamente, muchos de ellos favorecen la pena de muerte y la carnicería bélica contra culturas antagónicas, aunque para esto tengan que recurrir a mentiras de amenaza de destrucción masiva.
Algunos de estos moralistas han tenido un pasado tormentoso de infidelidad canina, consumo patológico de drogas o alcohol, actos de corrupción o incluso actividad delincuencial y ahora forman parte de una estirpe de conversos, con línea directa para dialogar con su Dios.
Otros pertenecen a la derecha elitista y crean fundaciones benéficas para ganar imagen social, aunque también les sirva para deducir impuestos y mantener ocupados a sus cónyuges en asuntos trascendentes. Otros son individuos de poca educación, cuya robotización responde a delirios de mística y superstición, que los hace fácilmente sugestionables, especialmente en cultos de muchedumbre fervorosa. Los efectos nocivos de estos integristas ocurren especialmente en el campo educativo.
Es así como proclaman sus creencias y hermenéuticas como las únicas válidas, intentando eliminar la enseñanza de la evolución para reemplazarla con primitivos conceptos de creacionismo o diseño inteligente. Afortunadamente, la mayoría de creyentes educados son gente sensata y poco afín a los extremismos.
Hemos perdido el respeto por el conocimiento y la honestidad. Atrás quedan los tiempos en que se respetaba al ser y se veneraba a la ciencia. Es una lástima lo olvidada que está la filosofía en esta época turbulenta que nos ha tocado vivir. No se trata de autoimponerse el nihilismo, pero no hace falta más que mirar alrededor para ver que el panorama actual es desolador y que la era del Renacimiento acabó, muy a mi pesar, hace más de un siglo. Los grandes pensadores de antaño deben estar revolviéndose en su tumba. Ellos hubieran dado lo que fuera por tener acceso a la cultura en potencia disponible hoy en día y que nosotros desaprovechamos puerilmente. Realmente patético.
