Siempre que hablo con un amigo o con mi esposa sobre ética y política, me observan de tal manera que me hacen sentir que piensan “qué bonito es lo que dice, pero no funciona en la realidad”. La cultura política que tenemos lleva a pensar que son los “vivos” los que ganan, y eso incluye maniobras, trampas o engaños con tal de alcanzar el poder. Más aún ahora que en el país asistimos al destape de actos de corrupción de lado y lado, lo que acrecienta la enorme desconfianza de la gente ante los políticos. Es necesario que los panameños podamos procesar o elaborar todo lo que estamos viviendo, comprender qué nos está sucediendo y por qué, lo que nos permitirá aprovechar la gran oportunidad que tenemos de construir un país, legítimamente, democrático.
Una parte de esa tarea es lograr el reencuentro de la política con la ética. Pero supone, en primer lugar, un debate con diversas concepciones de la relación entre ética y política y, en segundo lugar, el desarrollo de una ética propiamente política o cívica. Para algunos, la ética y la política son inconciliables y hay que optar por la política o por la ética. Otros, en cambio, buscamos una relación positiva entre ética y política, ya que, en realidad, el sentido de ambas es coincidente.
Los “políticos realistas” consideran que si se quiere actuar en política, hay que dejar de lado los principios morales. En su forma extrema, que se podría calificar de cínica, basada en Maquiavelo y Hobbes, se plantea que el político, para serlo plenamente, tiene que desprenderse de “prejuicios” morales. Esta concepción olvida que la política es acción humana con intencionalidad y fines y, por lo tanto, tiene una dimensión ética. Su visión del ser humano está teñida de un cierto pesimismo, pues lo considera fundamentalmente egoísta, que solo busca su propio interés o está en guerra con los otros. No toma en cuenta las motivaciones altruistas que también existen en las personas. No teniendo nada que hacer en la esfera pública, la ética es confinada a lo privado.
En nuestro medio hay una concepción que se puede calificar de trágica, pues subraya el desgarramiento del actor político que no deja de creer en la ética, pero tiene que ensuciarse las manos para ser plena y eficazmente político. Jean Paul Sartre, en Las manos sucias, expresa esta perspectiva. Su acierto es subrayar la tensión entre ética y política, inevitable, pero no exclusiva, puesto que en todas las actividades está presente esta tensión. Pensemos, por ejemplo, en los negocios, en la sexualidad, en la profesión. La ética implica una lucha, un acto consciente y libre, renovado a lo largo de toda la vida.
La ética exige la mayor competencia, en el sentido de preparación, responsabilidad o excelencia. El fin propio de la política es el buen gobierno o, como también se dice, el bien común. Por eso el político debe estar bien preparado, tener buenos programas de gobierno, saber administrar los recursos públicos que se le confíen y pertenecen a todos, saber dialogar, respetar la ley, buscar consensos y dar cuenta de su gestión a la población. Se aplica aquí el concepto de libertad plena, plasmado en Gargantúa y Pantagruel, cuando se afirma: “Haz lo que quieras, pero recuerda que de todos tus hechos tienes que dar cuenta”.
