María del Carmen Cabello ccabello@prensa.com
Debe ser que estoy envejeciendo a chorros porque ya no encuentro las cosas donde solían estar. Las mudaron de sitio y nadie tuvo el tino de avisarme.
No me refiero a las cosas que ocupan un espacio físico. Mal que bien todavía sé llegar a mi casa, y al Puente de las Américas y a la Catedral Metropolitana. Me refiero a los conceptos y al lenguaje que expresa esos conceptos. Estoy perdida. Perdida en un árido desierto de desencuentros. De seguir así, me temo que llegará el día en que no me entienda con la gente. Tendré que aprender de nuevo a hablar y a leer. Y mi trabajo me costará, que a una determinada edad...
El primer síntoma de mi desubicación lo sentí hace unos años, cuando estaba oyendo en la televisión a un empresario hablar sobre la preparación que se daba a sus empleados para que fueran capaces de enfrentar los retos del siglo XXI. Era un programa mañanero, yo acababa de levantarme, y en esas circunstancias necesito mi tiempo y un buen café para ponerme en onda, pero en esta ocasión, el cerebro se me despertó de golpe. El empresario decía que tres eran los objetivos que se perseguían: excelencia, eficacia y calidad total. Hasta ahí todo parecía claro; me empecé a enredar cuando el hombre de negocios se explicó. Dijo que la clave era la educación que las empresas debían proporcionar a su gente con cursillos acelerados y superespecializados; que había que manipular el potencial de los trabajadores de modo que dieran lo mejor de sí mismos, y que todos debíamos de aspirar un mundo tecnológico para que los resultados fueran eminentes. Quedé de piedra. Y todo porque tengo la tonta manía de entender las cosas al pie de la letra.
Para empezar entendí que la educación se reduce a cursos de computadoras, con lo que veo mal la excelencia. Entendí también que iban a manipular el potencial del trabajador, y como manipular significa usar artimañas poco nobles para que la conducta de los demás rinda en beneficio del que manipula, me asusté. Lo más probable, pensé luego, es que lo que el ejecutivo quiso decir y no supo es que se trataba de manejar el potencial de sus empleados, lo que es distinto, porque si manejan como es debido tu capacidad y la mía nos sentiremos útiles y seremos eficientes.
Lo de aspirar un mundo tecnológico me dejó sobrecogida. Ya me veía yo para alcanzar la calidad total aspirando con una gran bocanada de aire la terminal donde escribo, el fax de la redacción y la rotativa del periódico... en fin, un gran sacrificio, que hay que ver el poder que tiene la preposición `a, porque si aspiro a un mundo tecnológico no tengo que tragármelo, sino que cuando acabe de comprenderlo, si es que lo consigo algún día, me podré servir de él aunque me haga sus tratadas, como dividirme mal las sílabas o comerse un párrafo del texto, que ya se sabe que la técnica no da resultados eminentes, no es para tanto, sino en todo caso inminentes y rápidos, que no es igual.
El empresario dijo además que lo que Panamá necesita es gente agresiva... y ahí volvió a confundirme ¿Para qué necesita Panamá gente que agreda? Lo que necesita es gente con iniciativa, dinámica, informada, y sobre todo, por el amor de Dios, que llame a las cosas por su nombre.
El abismo entre lo que oigo y mi entendimiento se ha hecho cada vez más profundo, a pesar de mis esfuerzos por no quedarme a la zaga en lo que a actualización se refiere. Pero qué va.
Un término que me trae de cabeza en estos días es la palabra política. Siempre había entendido que la política era el arte de conducir los asuntos de una nación y que, por tanto, aquellos que los manejaban bien y lograban progreso y beneficio para las gentes que componen esa nación eran buenos políticos. Sin embargo, cuando hablo con personas entendidas en el acontecer público, me doy cuenta de que el significado es ahora distinto y que la evolución semántica no causa sorpresa a nadie. Hacer política ya no es procurar el bien común desde un cargo gubernamental, sino trazarse una línea de acción para hacerse con el poder y sus consiguientes beneficios colaterales. Si esa línea de poder pasa por el chantaje, por la manipulación de la opinión pública o por la promesa que nunca se cumple no importa. Lo que interesa es el fin y no los medios. De ahí que un buen político sea hoy en día el que más artimañas usa para conseguir sus objetivos. Solo basta con que las utilice bien y cumplan lo que se proponen. Aunque el país ande al garete.
Debe ser que estoy envejeciendo a chorros. Las cosas no están ya donde solían. Y percibo como mentira lo que otros quieren que acepte como verdad.
