Aún con esperanzas, sigue mi mente ataviada de quinceañera, con organza blanca y encajes de Valencia: sueño con que este nuevo gobierno no sacrifique a la patria, la de mugre, mar, clorofila y cristalina H2O, bendecida con una riqueza biológica que haría morir de envidia a Jim Cameron, creador de Avatar.
Pero por donde veo, me desesperanzo. Y veo con extrañeza el estado enrarecido de nuestro país, en que añoro los tiempos de Noriega: época en que los buenos enarbolaban pañuelitos blancos a falta de sombreros tejanos, y los malos, quepis caquis a guisa de tejanos negros.
Tiempos en que reinaba el capitalismo “amiguista” (crony capitalism), con la diferencia de que nadie pretendía que había transparencia, en que los nombramientos iban a los amigos de la narcodictadura; ahora van a los parientes de la democramorfosis. Y es que antes del gobierno actual había copartidarios militantes de décadas, pero en este hay un desfase con las designaciones de poder. Y me da tristeza decirlo, porque siento gran afecto por muchas de las personas que giran en torno al Ejecutivo (especialmente por la gran dama que es Marta Linares de Martinelli), porque ya sabemos que si al hemiciclo se lo lleva un tsunami salen otros batracios de entre las piedras y aquí no ha pasado nada –el palacio Justo Arosemena es el único corredor biológico que no peligra en Panamá– los puestos como era de esperar iban a los copartidarios del 11 de octubre, pero ahora pasan a los ex empleados del mandatario ¿Que lo puedo entender? Seguro que sí, es su gente de confianza de años.
¿Qué hay nombramientos menos comprensibles? Seguro que sí. Prefiero pensar que las acciones del Ejecutivo obedecen, no a los turbios tejemanejes del intercambio de favores y chantajes, sino a un estilo empresarial indiscutiblemente autócrata. Lo que quiero es ver resultados positivos, como queremos todos los que votamos por cambio, por democracia. Y quiero ver que Martinelli entienda que esto no es una finca, ni un supermercado: es una res publica. Nos pertenece a todos.
Francamente, extraño la certidumbre de la narcodictadura y su gobierno vampiro. Ahí todos nos sabíamos fregados. Era extrañamente reconfortante.
Esta palabrita, “extraño”, es un comodín: Según el DRAE, tiene dos acepciones: primero, como adjetivo de nación, familia o profesión distinta de la que se nombra o sobreentiende, en contraposición a propio. Segundo, raro o singular. Chuleta, hubieran puesto “raro” y ya. Pero la palabrita es más interesante aún. En latín, de cuyo extraneus proviene, connotaba lo no esencial, pertinente o aplicable. Algo irrelevante, que procede de afuera, de origen externo.
Y en otro de mis casos favoritos, existe un símil. En japonés se llama omoshiroi a algo extraño simplemente por raro o singular, o por cómico, muy gustado por los japoneses al describir o comentar sobre algo.
En este país, cada día las cosas son más omoshiroi, o extrañas. Y añoro los días de los pañuelitos y los quepis y extraño los días en que los que estaban por debajo del 40% de pobreza lo sabían e intentaban mejorarlo. Creo que el paternalismo de Omar nos dejó un legado funesto, donde nadie quiere desempeñar un oficio de limpiador, o ascensorista, o doméstico, porque nadie está dispuesto a trabajar: Ah, eso sí: Todos quieren ser licenciados, y con las maquinarias que los arrojan a la sociedad con seso mugre (me refiero especialmente a la UN y al material humano que recibe de las secundarias), espero que el Sr. Martinelli no regale pescados sino enseñe a pescar. Eso, sí que sería extraño, especialmente para un país que se jacta de tanto, pero no logra hacer conciencia de que el trabajo, no el juega vivo, es lo que hace a una patria digna.