LA GÉNESIS DE UNA PASIÓN.

Fútbol: opio de multitudes

Un buen amigo me increpó cuando escribí, hace 2 semanas, que el sexo y el dinero eran las más fervientes motivaciones humanas. Me dijo, ¿dónde dejas el fútbol? Concuerdo con él. Se acerca el Mundial y seguramente se desatará todo tipo de pasiones, particularmente vinculadas al equipo de nuestras preferencias. Es probable que la gente displicente a este universal deporte no comprenda el cúmulo de sentimientos y expresiones de humor que se vierten al presenciar un espectáculo futbolístico. Para analizar este fenómeno sociológico, me serviré de la final de la Champions entre el Barça y el Arsenal. Antes de proceder, debo confesar que, debido a mis raíces catalanas y a la impregnación mental que mi padre me ocasionó en la infancia, soy un hincha empedernido de la camiseta azulgrana. Espero toleren mi sesgo.

Ya se han desvanecido las orgiásticas manifestaciones de entusiasmo exhibidas tras la victoria culé. Serenadas las pasiones y con el mundial a la vista, este es un buen momento para formular preguntas pertinentes. ¿Por qué rendimos fervoroso culto al azar de un juego? ¿Por qué nuestra felicidad depende de si un delantero marca o de si un arquero detiene? ¿Por qué recordamos a la madre del árbitro ante cualquier decisión adversa? ¿Por qué son tan imprescindibles para nuestra jovialidad las habilidades de unos mercenarios del balón? ¿Por qué sin los triunfos del Barça (o del Sevilla, de España, de Brasil, de Argentina) no sabríamos cómo explotar de alegría, no encontraríamos excusa para besar al amigo o abrazar al vecino y nunca se nos ocurriría saltar despreocupadamente por las calles sin importar que nos tilden de orates? ¿Por qué los goles reconcilian a tantas personas con la ciudad o el país que amamos, con las calamidades que nos atosigan, con los políticos que nos defraudan? La robusta identificación que el fútbol suscita es resultado de una multiplicidad de factores. La génesis de esta pasión se inicia en la infancia, similar a lo que acontece con la adquisición de creencias religiosas, valores morales o rasgos sicológicos de nuestra personalidad. Para los niños, el Barça (o cualquier otro equipo) es a la vez un juego, una forma de vida y un valor familiar esencial. Jugando, el niño fantasea sobre sí mismo, se identifica con los ídolos y, simultáneamente, copia las vivencias de sus padres y se adhiere a su entorno social y geográfico. El fútbol se convierte con facilidad en un motivo de conversación, en un pretexto de socialización, en un gozo que no avergüenza compartir en la escuela, en el trabajo o en el bar con desconocidos. Es un sentimiento flexible, pues a pesar de su intensidad (es más difícil olvidar unos colores que una cita con una enamorada) permite grandes dosis de burla o ironía. Exceptuando a los gilipollas más delirantes, el que se identifica con un equipo puede aceptar, entre risas simuladas, chanzas de los antagonistas.

Ciertamente, en el fútbol abundan los vándalos y los salvajes. Cuando ocurre algún desastre o combate entre aficionados, siempre hay personas que se preguntan si el fútbol propicia tensión geográfica, rivalidad racial o disparidad de identidades. No obstante, al contemplar su largo siglo de historia, parece evidente que el fútbol tiende a favorecer la pacificación, sublimando los enfrentamientos y situando en terreno simbólico los antagonismos. El fútbol es, como cualquier deporte de equipo, una excelsa representación de la vida humana. Una vida que exhibe éxitos (Barça), fracasos (Arsenal), sufrimientos (lesión de Messi), injusticias (gol anulado a Giuli), trampas (patadas de Márquez a Henry), comportamientos inmorales (escupitajos entre jugadores) o calidez humana (abrazos después de la batalla). Como en la vida, el fútbol tiene épica (remontada final), pero también desgracia (el gol inglés aconteció por una falta inexistente de Pujol); tiene lírica (un prodigioso control de Ronaldinho), pero también desgaste y dolor inútil: ¿de qué le sirvió al Arsenal resistir el asedio hasta el cansancio?

En la vida, como en el fútbol, el triunfo y el fracaso penden de un hilo: a veces se impone la perseverancia, otras la genialidad; a veces la fuerza, otras la inteligencia, aunque nada es más determinante que el azar. Como en el terreno de juego, en la vida, a pesar de los pesares y los agravios, la esperanza es lo último que se pierde, y, efectivamente, gracias a la fuerza de la ilusión llegaron, en feliz agonía, los goles de Eto’o y Belletti. Como en la vida, en el equipo con frecuencia los mejor pagados o los más vitoreados son, en última instancia, los menos decisivos. Ronaldinho perdió la brújula; Henry se apagó paulatinamente. Pero un oscuro Belletti y un cuestionado Valdés fueron los héroes de París. Las metáforas del fútbol nunca se agotan, son infinitas, como nuestras pequeñas vidas individuales, como la historia de un pueblo o de la humanidad. En Saint-Denis, también el Barça elaboró, sin pretenderlo, una metáfora política. Jugando individualmente, la victoria no llegaba. Fracasaban los talentosos en sus reiterados intentos, pero con el impulso de un frágil Iniesta y un experimentado Larsson, el equipo recuperó sus señas colectivas y llegaron los goles. Después del éxtasis, vino la amnesia. No recuerdo qué pasó después de ese inolvidable momento.

Ahora, toca prepararse para el mundial. Olvidaremos por un mes la ampliación del Canal, las torpezas de Liborio o las bochornosas actuaciones de la CSJ. Los amantes del fútbol estaremos tan concentrados en la suerte de nuestras franelas favoritas que obviaremos transitoriamente lo que acontece en la Asamblea. Ojalá no nos aprueben una ley aberrante o desfalquen el tesoro estatal mientras dura la obnubilación. Buena suerte a sus equipos.


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