Porque, dejando aparte que no existe ningún alimento afrodisíaco, sino circunstancias proclives, hasta ahora estábamos convencidos de que el ajo, de ser algo en este terreno, era un poderoso anafrodisíaco o, al menos, dificultaba mucho la consecución de esas circunstancias favorables al juego erótico.
No sé, pero lo de los japoneses y los afrodisíacos es algo que me tiene muy mosca desde que supe, hace años, que en Tokio había restaurantes que se anunciaban como afrodisíacos... en los que se servían buenos cortes de carne roja, de vacuno mayor.
Al parecer, a los nipones, más habituados al pescado y a las legumbres que a la carne, la ingestión de un buen entrecorte les producía efectos casi fulminantes.
No parece que ocurra lo mismo con el ajo. Si solo uno de los componentes de la pareja ha comido ajos, o algo condimentado con ajo, le va a resultar difícil acercarse al otro, y no digamos hablarle a corta distancia, o besarle... Por eso uno ha pensado siempre que la máxima prueba de amor no era la expresada con aquello de "contigo pan y cebolla", sino, más bien, pan y ajo: la pareja que come ajo unida, permanece unida.
A mí me gusta el ajo. Afortunadamente, a mi pareja también. Si en casa hay que dorar ajos para, por ejemplo, aromatizar un aceite en el que luego cocinaremos otra cosa, solemos retirarlos de la sartén cuando tienen un bonito color dorado. Ponemos esas láminas de ajo sobre unas rebanadas de pan, esparcimos por encima unos granos de sal marina... y aperitivo tenemos.
Pan y ajo han hecho siempre muy buenas migas, nunca mejor dicho. Una de las máximas expresiones de esa afinidad es lo que en España conocemos como sopas de ajo, plato de entrada de un almuerzo en un frío día de invierno... o de salida de una juerga tras una noche muy movida. Los franceses, en este último caso, solían acercarse a Les Halles a tomar sopa de cebolla; los españoles tomamos sopas de ajo.
Ajo, aceite, pan duro, agua... Así era, con el añadido de vinagre, el gazpacho que no apetecía a Sancho Panza, antes de que el tomate diese color y sabor a ese sobrio plato andaluz. Y tal como el gazpacho mejoró notablemente con la incorporación del tomate y otras hortalizas, las sopas de ajo mejoran mucho con la inclusión de algún otro ingrediente.
En casa, cuando apetecen, cortamos en rebanadas finas pan de la víspera, o de la antevíspera; si es preciso, las secamos -ojo, no las tostamos- en el horno, y las colocamos en dos soperitas de porcelana refractaria.
En una sartén con aceite de oliva doramos unos cuantos dientes de ajo cortados en láminas; cuando tienen color, retiramos la sartén del fuego y, eventualmente, dedicamos las láminas de ajo al aperitivo antes mencionado. Cuando el aceite está tibio, añadimos una cucharadita de pimentón, que es el nombre español de la paprika. Vertemos el contenido de la sartén en una cazuela en la que antes hemos puesto un caldito de gallina, que da mucho más juego que el agua, y dejamos que cueza todo un ratito.
Mientras, ilustramos las soperitas en las que está el pan con unas lascas de jamón serrano, unas rodajitas de buen chorizo... En cada una de las soperitas cascamos un huevo; cubrimos todo ello con el caldo, a poder ser hirviente, y metemos esas soperitas en el horno el tiempo justo de que se cuajen las claras sin que lo hagan las yemas. Logrado este objetivo, a la mesa. Por supuesto, para los dos.
¿Afrodisíaco? Bueno, no somos japoneses, pero reconfortantes ya lo creo que lo son estas sopas de ajo. Que, por cierto, cuando van ilustradas así, pierden su nombre original y pasan a llamarse "sopa castellana".