Si cualquier latinoamericano descubre que hay en los alrededores alguien llamado John Jairo o Wilfred Fernny, estará seguro de que se trata de alguien procedente de su misma tierra. Es que estas combinaciones de nombres no se dan jamás en países anglosajones. Solo en América Latina. ¿Por qué? No lo sé. Lo que sí estoy en condiciones de sospechar es que John Jairo fue el primer intento por colar al español la onomástica anglosajona. Esfuerzo que ahora ha devenido en Nini Johannas, nombre de una reina de belleza de Colombia.
Llevo tres lustros recogiendo nombres raros de colombianos y puedo afirmar que ya no son extraños los Johnatan, James, los Wilfred ni las Ladies. En los últimos tiempos las notarías registran más Jennifers que Helenas y más Henrys que Bernardos.
El fútbol de estas tierras está repleto de Leiders, Elsons, Mayers, Jersons, Lincolns, Willingtons, MacNellys y Jamesons. Una alineación criolla sin apellidos podría pasar como la selección de Massachussets. Ni siquiera me escandalizan otros que descubrí en mis pesquisas. Por ejemplo, Emilbus, Koky, Erialeth, One Dollar, Diobert, Wenildo, Oveimar, Eisenhower y Alifred.
Nombres como estos pueden mover a risa. Pero lo que mueve a compasión son las razones por las que unos padres deciden clavar semejantes apelativos a sus hijos. Casi siempre se trata de un esfuerzo inconsciente por conseguir que el bebé progrese desde la cuna. Ya que en la televisión los personajes que triunfan llevan nombres con X, con Y o con W, pues intentemos comprarle al niño un pasaporte hacia el éxito adjudicándole un nombre extranjero.
Ese afán por dar al hijo un apoyo que lo haga subir, no solo es ingenuo sino es contraproducente. Pues un jefe de personal tenderá a escoger a un Pedro o una Leonor frente a un Winniberg o una Marlemby, a menos que el jefe de personal se llame Johnvist o Fritzgunther.
Se han hecho estudios que demuestran el prejuicio que es capaz de generar un nombre por el solo hecho de pronunciarse. Si suena extravagante (Brenny), ridículo (Wencelsao) o difícil (Reynowithy), el pobre sujeto que lo lleva a cuestas entra con el pie izquierdo. Porque un nombre es mucho más que una identificación personal: es una declaración de intenciones. Resulta duro decirlo, pero los jóvenes que arrastran nomenclatura de vago origen foráneo informan con ella que proceden de una familia de clase social media o baja, levemente ignorante (pues no es capaz de medir las repercusiones posteriores de semejante acto) y conmovedoramente ingenua.
En el caso de EU la situación resulta diferente. Cuando los Ramírez que se han instalado en Nueva York tienen un niño, le ponen William, para asimilarlo más a la sociedad donde vive.
Es más fácil llamarse William en una oficina de Manhattan que Ramón Edilberto. Y cuando los Wong que viajaron de la China a Los Ángeles dan a luz una hija, la llaman Elizabeth que Chiang. Pues esto era hasta hace unos años. Porque en los últimos tiempos la situación onomástica de los inmigrantes ha dado en EU un giro radical. Dejo para la próxima vez la exposición de lo que pasa. Que me esperen un poco los William Ramírez y Elizabeth Wong.
