Jacob-Israel: el combate con Dios

Jacob-Israel: el combate con Dios
El cuadro de Gustav Doré recoge el momento de la lucha entre Jacob y el ángel.

(Le ofrezco estas reflexiones espirituales, hijas de mis dolores y mis oraciones, a todos los sufren pero están dispuestos a luchar con Dios)

Jacob, hijo de Isaac, llegó a Padam-aram, a casa de su tío Labán, donde se enamora de una hija de este, llamada Raquel.

Antes de proseguir el relato, hay que ver el talante negociador de Jacob: por un plato de lentejas le había sacado la primogenitura a su hermano Esaú (lo vimos la semana pasada). Luego, cuando huía de su hermano por el desierto, al despertar de un sueño negoció con Dios. Pero Dios es el único que se sienta a negociar con nosotros con la anticipada resolución de perder. Todo negociador quiere ganar, sacar ventaja o al menos lograr un trato equlibrado. Dios se sienta a negociar para que nosotros seamos los que ganemos. (Moraleja: si usted no se acoge a la misericordia que Dios le ofrece es porque no quiere. Haga un pacto con El). Y así, Jacob se atrevió a proponerle a Yavé darle el diezmo de todo lo que ganase si Dios lo hacía prosperar (si le daba qué comer, vestir, volver con bien, etc.). Y Dios le cumplió y le hizo más próspero aún que a Abraham e Isaac.

Jacob llega, pues, a casa de su tío, y le propuso a Labán servirle siete años por su hija menor. Labán acepta. Jacob se quedó cuidándole los rebaños. Pero el padre de la joven engañó a Jacob, pues la noche de boda, porque estaba Jacob presumiblemente (la Biblia no lo aclara) bajo los efectos de la bebida, y a oscuras, la que fue conducida a su recámara fue Lía, la hermana mayor de Raquel.

Al día siguiente Jacob descubrió el engaño y se quejó. Pero Labán le dijo: “No se acostumbra aquí dar a la hija menor antes que la mayor. Deja que se termine esta semana y te daré también a mi hija menor por el trabajo que me prestarás todavía otros siete años” . Finalmente Jacob sirvió a Labán no por siete, sino por trece años más (en total 20) y al cabo de ese tiempo se dispuso volver a su tierra con las riquezas que había adquirido, sus dos esposas, sus dos siervas, sus once hijos (aun no nacía Benjamín) y una hija. Y es que Dios le habló en sueños diciéndole: “Yo soy el Dios de Betel, en donde tú ungiste una piedra y me hiciste un juramento. Ahora levántate y vuelve a la tierra donde naciste”. (Esto quiere decir que Dios se acuerda de las promesas que le hacemos, le agradan y toma en serio nuestros pactos).

En su retorno, una obsesión le partía el cráneo a nuestro patriarca, un miedo escalofriante le helaba el espinazo y tomaba contornos definidos: su hermano Esaú. Jacob tenía miedo de que Esaú estuviera aún resentido. Este quiso matarlo 20 años atrás, por haberle quitado la bendición del padre y los derechos de primogenitura. ¿Y si atacaba su campamento por haberse atrevido a volver? De todos modos, Jacob creyó pertinente informarle de su retorno. La respuesta de los mensajeros fue fulminante: “Tu hermano viene ahora a tu encuentro con cuatrocientos hombres”

Dice la Escritura que: Jacob tuvo mucho miedo y se desesperó. ¡Cuán humano nuestro patriarca! Pero también hizo lo siguiente: dividió el campamento en dos, con la esperanza de que si Esaú atacaba uno, el otro pudiera salvarse. Luego hizo algo mejor: oró, a) con humildad: yo no soy digno de todos los favores que me hiciste; b) reconocimiento: al partir no tenía [bienes]... al volver tengo... c) haciendo petición: protégeme de la mano de Esaú, pues temo que venga y nos mate a todos, sin perdonar ni a la madre ni al hijo d) le recordó su promesa: ¿No fuiste tú quien me dijo: Te colmaré de bienes...

Además, durante la noche se levantó, tomó a sus esposas hijos y sirvientas y los hizo pasar un vado, al igual que todo lo que traía consigo. “Y se quedó solo”.

Cuántas veces nos hemos quedado solos, con nuestras dudas, nuestras aflicciones, nuestros miedos o dolores; cuánta incertidumbre la de Jacob y la nuestra. Cuántas veces, empero, es necesario estar solos para que Dios se manifieste. Jacob apartó a sus familiares y se quedó solo para afrontar su destino con Dios.

Luego sucedió algo asombroso, lo que los estudiosos consideran el pasaje más oscuro de toda la Biblia:

Un hombre luchó con él hasta el amanecer. ¿Era un ángel? ¿Era Dios? Si era un emisario del poder divino era un ángel, pero puesto que moralmente luchaba en representación de Dios y en su nombre, era contra el poder divino que luchaba Jacob. ¡Qué batalla más extraña! Pero... ¿acaso no luchamos nosotros también con Dios? No menciono ahora las guerras que libramos con la Divinidad cuando nos oponemos a sus planes. Eso es demasiado evidente. Ahora Jacob había sido llamado por Dios a volver a su tierra. Jacob estaba allí donde Dios quería. Luego, esta batalla la planeó la Providencia. Me refiero entonces a aquellas batallas que Dios quiere luchar contra nosotros. Dios es un luchador. Jacob no podía vencer al emisario divino, pero intuyó que perder era un lujo que tampoco podía darse. Siguió luchando.

El ángel, viendo que no lo podía vencer, le dio un golpe a Jacob en la ingle, mientras luchaban y le dislocó la cadera. Sí... es posible que nos pase. A veces terminamos descoyuntados de tanta lucha, pero ni aún así debemos rendirnos. Nadie dijo que saldríamos indemnes, pero lo importante es luchar.

Dijo el hombre: Suéltame, mira que ya amanece. Jacob contestó: No te soltaré hasta que me hayas bendecido.

Cuando estés en un “paraje solitario” del espíritu, lucharás con Dios. Cuando tengas que tomar una gran decisión, lucharás con Dios. Cuando tu alma entre en aflicción, ora, lucha “toda la noche (de la aflicción)” con Dios y... no lo sueltes hasta que te haya bendecido. En algún momento amanecerá.

Sí... a veces la lucha de la vida extenuante. Dios no parece oír. Los problemas son golpes desalentadores, que descoyuntan el alma. Ah... ese cariño lejano... esa enfermedad de mi madre, de mi sobrina, de mi hermano... esa amistad aparentemente perdida para siempre... Siento que voy a morir. Sigue luchando. Por lo que más quieras, por tu vida, no sueltes a Dios, no lo sueltes hasta que te dé su bendición.

El otro preguntó: “¿Cuál es tu nombre?” “Jacob”, le respondió. “En adelante ya no te llamarás Jacob, sino Israel, o sea, Fuerza de Dios, porque has luchado con Dios como se hace con los hombres y has vencido”. Jacob le dijo: dime ahora tu nombre. El le contestó: ¿Para qué quieres saberlo?, y dio allí mismo la bendición a Jacob. Dios es el Misterio eterno que nos bendice.

No nos soltemos nunca de Dios hasta que nos bendiga. Quiere decir: no nos dejemos abatir por las circunstancias, no seamos pesimistas y no creamos que Dios quiere aplastarnos en la lucha. Lo que quiere es bendecirnos. Pero se lo pides tú. ¿Te aferras a él? ¿No te rindes en la lucha? Dios te invita a ser una fuerza. Y le concedió a Dios lo que le pedía... lo reconcilió con su hermano, y se abrazaron llorando en el reencuentro.

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