Otros reconstruyen el nombre como Tlecuauhtlapcupeuh que significa: La que procede de la región de la luz como el Aguila de fuego. Para los españoles, la voz náhuatl sonaba como el extremeño Guadalupe, relacionando el prodigio del Tepeyac con la muy querida advocación que los conquistadores conocían y veneraban en Extremadura. La Virgen se comunicó de manera que la entendiesen tanto los indios como los españoles. De este modo su presencia y oficio maternal hablaba de reconciliación entre indios y españoles bajo el manto del verdadero Dios por Quien se vive.
La cultura occidental ha entendido, 400 años después, que la imagen impresa sobre el ayate indígena era un verdadero códice mexicano, un mensaje del cielo cargado de símbolos. ¿Qué pudieron leer los indios en la pintura de la Madre del verdadero Dios por quien se vive aquel diciembre de 1531?
La imagen de Nuestra Señora de Guadalupe quedó impresa en un tosco tejido hecho con fibras de maguey o pita. Aunque a veces se usa (y hemos usado) el término tilma, estrictamente se trata del ayate, que los indios empleaban para acarrear cosas y no de una tilma, que usualmente era de tejido más fino de algodón y usaban los indios pudientes. La trama del ayate es tan burda y sencilla, que se puede ver claramente a través de ella, y la fibra del maguey es un material inadecuado para la pintura.
Se ha dicho bien que la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe es una maravillosa síntesis cultural, una obra maestra que presentó la nueva fe de manera tal que pudo ser entendida y aceptada inmediatamente por los indios mexicanos. Cada detalle de color y de forma en este códice mariano es portador de un mensaje teológico.
El rostro impreso en el ayate es el de una joven mestiza; una anticipo porque todavía los mestizos en México no habían llegado a esa edad. María se identifica así con el dolor de los niños de una nueva raza, rechazados entonces tanto por los indios como por los conquistadores.
El cuadro que se conserva en la moderna Basílica del Tepeyac mide aproximadamente 66 x 41 pulgadas y la imagen de la Virgen ocupa unas 56 pulgadas del mismo. La Virgen está de pie y su rostro se inclina delicadamente. Esta oportuna inclinación evita que el empate que une las dos piezas del tejido caiga dentro de la faz de la Virgen.
La explicación de la antropología cultural de su simbología es la siguiente: el manto azul salpicado de estrellas es la "tilma de turquesa" con que se revestían los grandes señores, e indica la nobleza y la importancia del portador. Los rayos del sol circundan totalmente a la Guadalupana como para indicar que ella es su aurora. Esta joven doncella mexicana está embarazada de pocos meses, así lo indican el lazo negro que ajusta su cintura, el ligero abultamiento debajo de este y la intensidad de los resplandores solares que aumenta a la altura del vientre. Su pie esta apoyado sobre una luna negra (símbolo del mal para los mexicanos) y el ángel que la sostiene con gesto severo, lleva abiertas sus alas de águila. Con la prodigiosa impresión en el ayate comenzaba un nuevo mundo, la aurora del sexto sol que esperaban los mexicanos.
Como es sabido la imagen de la Virgen de Guadalupe estuvo por mucho tiempo expuesta a las inclemencias del ambiente, sin protección alguna contra el polvo, la humedad, el calor, el humo de las velas y el continuo roce de miles y miles de objetos que fueron tocados a la venerada imagen, además del constante contacto de manos y besos de innumerables peregrinos. Se ha comprobado que el tejido de maguey es de muy fácil descomposición; cualquier tejido de esta fibra vegetal no puede conservarse más allá de veinte años y sin embargo el ayate de Juan Diego ha resistido casi cinco siglos en perfecto estado de conservación. La imagen es refractaria al polvo y a la humedad y solo en los últimos tiempos fue protegida por un vidrio. En 1921 un malvado le ofreció flores al altar de la virgen dentro de las cuales ocultaba una potente carga explosiva. Esta destruyó los cristales de las construcciones vecinas. Retorció el crucifijo de hierro junto a la imagen. Causó daños en el templo. Pero no destruyó el cristal ni dañó la imagen mariana.
Juan Diego Cuauhtlatoatzin, el indio vidente de Santa María de Guadalupe, nació al parecer hacia el 1474 y murió en 1548.Durante su primera visita pastoral a México en 1979 Juan Pablo II presentó también a Juan Diego como un personaje histórico, importante en la historia de la evangelización de México. Dado que muchos obispos pedían su canonización, a principios de 1998 la Congregación para la Causa de los Santos nombró una comisión histórica encargada de investigar más a fondo la problemática histórica. También nombró como presidente de la Comisión histórica al profesor de Historia eclesiástica en las Universidades Pontificias Urbaniana y Gregoriana Fidel González Fernández, reconocido como uno de los máximos expertos en la materia. La Comisión solicitó la cooperación de unos 30 investigadores de diversas nacionalidades que ofrecieron una contribución decisiva no sólo para la fundamentación de la historicidad de Juan Diego, sino incluso para aportar nueva luz a la historia de México.
Las dudas y objeciones han constituido un estímulo positivo para esta investigación. El resultado de la misma ha sido una obra que presenta una serie de documentos de procedencia diversa, que afirman de manera convergente el hecho guadalupano. El padre González presentó 27 documentos o testimonios indígenas guadalupanos y 8 de procedencia mixta indoespañola. Entre todos ellos, destaca el Nican Mopohua y el Códice Escalada.
El Nican Mopohua es del escritor indio Antonio Valeriano. Este autor, un indígena de raza tecpaneca pura, fue un testigo, pues vivió entre 1520 y 1606. Los historiadores afirman que era sobrino del emperador Moctezuma. Fue uno de los primeros indios en hablar latín y gobernador de Azcapotzalco durante 35 años. Tenía 11 años en 1531, año de las apariciones, y 28 en 1548, cuando murió Juan Diego. Por otra parte, el Códice «Escalada», firmado por el indio Antonio Valeriano y el español fray Bernardino de Sahagún, recién descubierto, constituye un testimonio directo de la historicidad de Juan Diego, pues contiene una especie de «acta de defunción» del indígena.