A los dirigentes soviéticos no les gustaban los Juegos Olímpicos por capitalistas y aristocráticos. Pero con el tiempo se dieron cuenta de que, igual que los países occidentales, ellos también podían utilizarlos como vehículo de propaganda. En Helsinki 52, cuando la Unión Soviética tomó parte por primera vez en una competición olímpica, la idea era enviar superatletas para presentar al mundo una imagen de los soviets atractiva y llena de éxitos.
El objetivo se cumplió. La URSS se convirtió en una gran potencia olímpica y en su segunda participación ya fue el país que más atletas colocó en el podio de los mejores. Con el tiempo los burócratas rusos también experimentaron las consecuencias más negativas de esta simbiosis entre deporte y política. Entre los sapos que tuvieron que tragarse hay imágenes imborrables como el ojo a la virulé del húngaro Ervin Zador, o el boicot más importante de la historia olímpica: el que encabezó Estados Unidos contra los Juegos de Moscú 80.
El año 1956 fue el de la primera revolución en la Europa del Este contra el poder absoluto de Moscú. Unos dos mil tanques soviéticos terminaron con las esperanzas de cambio que trajo, primero, el líder reformista húngaro Imre Nagy y, luego, la revolución que salió a la calle en su apoyo cuando fue destituido. Los muertos se contaron por miles y los organizadores de la revuelta fueron fusilados. Todo el mundo se enteró de lo ocurrido, si no en el momento, sí cuando vio la imagen de Zador, el líder de la selección olímpica magiar de waterpolo, saliendo de la piscina con la cara ensangrentada.
Sucedió durante los Juegos Olímpicos de Melbourne. Las selecciones de waterpolo de la URSS y Hungría se vieron las caras en las semifinales, el 6 de diciembre, cuatro semanas después de que la maquinaria soviética arrancara de cuajo los sueños de libertad húngaros. El partido se convirtió en una revancha política. “Nosotros íbamos a jugar, ellos a pelear. Conocíamos su lengua, así que los insultamos a ellos y a sus familiares”, recordó tiempo después Zador, que contribuyó con dos goles al definitivo 4-0.
Las provocaciones de los húngaros, que se tradujeron en empujones y agarrones bajo el agua, no animaron a los soviéticos a emular al héroe magiar, el boxeador Laszlo Papp, quien un día antes había conseguido su tercer oro olímpico consecutivo. Hasta un minuto antes del final... Valentín Prokopov no aguantó más y arreó a Zador el codazo en la cara que puso nombre a ese partido: El baño sangriento.
