Los diputados cuya lengua materna es el kuna, emberá y ngäbe consiguen un día que el presidente de la Asamblea Nacional les conceda la oportunidad para que se expresen, ante el pleno legislativo, en sus idiomas correspondientes. Quedan pocas semanas para las elecciones y, por lo tanto, esos discursos tendrán buena resonancia en sus comunidades de origen.
Resurgen las iras acumuladas, en cada lengua, por la primacía de una de ellas: el español, la oficial, mayoritaria y en la que se ha organizado el país, la República y el Estado.
Una situación similar resultó en el Congreso de los Diputados de España, donde se ha rechazado la propuesta de que otras lenguas, aparte del español (o castellano), sean empleadas en el hemiciclo.
Se estremece el Congreso. La lengua está tan ligada a la identidad y al ser de los pueblos, al punto que es fácil la descalificación y la injuria. Es una sesión virulenta, y es una virulencia que no es ajena a nosotros, como casi todo aquello que sucede fuera de fronteras.
Nuestra lengua ha resultado vapuleada, y algún diputado hispanoparlante, Ignacio Astarloa, conservador, ha vapuleado las otras. Retrato del grado de crispación de la crisis lingüística –alerta 5, si fuese un reactor nuclear– que se vive en el país en el que nació hace más de mil años la lengua oficial de Panamá y de la mayoría de las naciones latinoamericanas.
La Constitución española estipula que, además del castellano, el euskera, el catalán (valenciano, en la Comunidad Valenciana) y el gallego son oficiales en la respectiva región.
A regañadientes, el presidente del Congreso, José Bono, para demostrar “libertad” y evitar la demagogia de sus colegas procedentes de esas regiones, aceptó que algunos de ellos, representantes de bancadas, usaran sus lenguas nativas por un rato. Fue tal la batahola que, exhausto, prometió que sería “la última vez” que concedería esa libertad.
Para defender la lengua propia, se ataca la del otro. Un diputado nacional de Cataluña caracterizó al español como la lengua de “los fascistas” cuando entraron a Barcelona. Como si la lengua en sí fuera la fascista y no usuarios con esa ideología, que, con frecuencia, se expresa menos en palabras.
Los políticos son imaginativos. En el ejercicio, solo emplearon el español para reafirmar su criterio a favor de la diversidad lingüística, del que el Congreso debe ser ejemplo, y del sentido de identidad que representa la lengua materna para un terrícola. Estos principios son loables si no omite que también rigen a quien ostenta otra lengua. No me pregunten cómo es el asunto en Marte.
Durante el debate, aderezado con agravios, fue citado el genio gallego Castelao: “Las lenguas nos hacen humanos, la variedad de idiomas y culturas es el signo distintivo de nuestra especie, lo que nos hace distintos a los animales”. De acuerdo. Cervantes, Shakespeare, Voltaire o Bajtín han expresado pensamientos similares referidos a su lengua materna o a las demás.
Astarloa fue más allá, y señaló que el propósito de sus colegas al expresarse en sus lenguas maternas buscaba “mirarse el ombligo”. Y planteó una idea pragmática: si esos diputados dominan tan bien el español –proceden de regiones altamente bilingües–, entonces que hablen en la lengua oficial nacional de España. Son contados los casos de diputados cuya lengua materna sea español que puedan comunicarse en alguna de esas lenguas regionales (o autonómicas).
El gallego y el catalán proceden del latín vulgar, como el español. El catalán es la lengua habitual de 4.5 millones de personas; el gallego, de 3 millones, y el euskera, de 800 mil.
