EDUCACIÓN

¡Loor al autodidacta!

Debo agradecer a los gentiles anfitriones de la cena a la cual asistí recientemente el nutritivo sedimento intelectual que dejó la sobremesa compartida con sus distinguidos invitados, personalidades que, como los dueños de casa, pueden considerarse autoridades en sus respectivos campos. Entre los valiosos temas puestos sobre el tapete, surgió una figura con la que me identifico, la del autodidacta.

Aunque asistí a la escuela primaria y secundaria, y eventualmente obtuve una licenciatura en derecho, mis estudios fueron tan deshilvanados (escuelas en Panamá, Costa Rica, Colombia, Inglaterra y Estados Unidos), que siempre me he considerado autodidacta.

Existirán muchas clases de autodidactas y yo no comencé de cero, pero cualquier persona que por su interés se enseñe a sí mismo a leer y a escribir, ya lleva dentro de sí la sed de conocimientos que lo impulsará a seguir la huella que deja la inteligencia.

Cuando en esa velada se habló de la educación en un salón de clase vis à vis la autodidacta, recordé la observación del filósofo y matemático británico Bertrand Russel, que en su autobiografía confiesa que no aprendió nada de los dons que tuvo como maestros en la prestigiosa y milenaria universidad de Oxford, a cuya experiencia quiero añadir un rápido vuelo por mi propio recorrido educativo.

De todos mis profesores, mantengo vivas las enseñanzas de apenas tres: Carlos Ehrman, profesor de derecho constitucional en la Universidad Santa María la Antigua, porque tuvo el buen tino de usar de texto La Política, de Aristóteles, poniendo así ante mis ojos las palabras de un magno educador.

No recuerdo una sola de las enseñanzas, en la misma universidad católica, del profesor de literatura, excepto la ronquera con que hablaba debido a su fumar incesante y el conflicto que surgió entre nosotros cuando insistí que Salvador de Madariaga había escrito novelas, hecho que el profesor refutaba vehementemente, hasta que llevé al salón de clase la bellísima trilogía de Madariaga titulada Corazón de Piedra Verde, basada en la historia de México. Por cierto que ese semestre me dio una C, que no me dolió porque fue el mismo año que gané mi primer premio de Literatura, en el Concurso Ricardo Miró.

Y lamento que sólo pude asistir a unas cuantas clases de historia dictadas por el rector de la Universidad de Panamá, Gustavo García de Paredes, porque ese es otro maestro a quien vale la pena escuchar.

Aún de mi colegio inglés, aparte de su maravillosa biblioteca, sólo recuerdo que fui la única extranjera que pasó en el primer intento los rigurosos exámenes para el codiciado título de la Universidad de Cambridge en el dominio de la lengua inglesa; estudios que hice mayoritariamente sola.

Quisiera compartir algunos ejemplos de cómo se educa el autodidacta: cuando me interesó la antropología me dirigí a Margaret Mead, a Robert Ardrey, a Ian Tattersall, a German Castro Caycedo, hasta encontrarme con Lévi-Strauss en sus Tristes Tropiques, autobiografía profesional donde por cierto reniega del famoso método que le enseñaron en La Sorbona, que consideró más un estorbo a sus inquietudes intelectuales que herramienta.

Desde siempre me fascinaron la filosofía y la psicología; en la primera de esas ciencias me acerqué a Maimónides –ya sé que además de pensador fue médico–, Spinoza, Schopenhauer, Russell, Stuart Mill, Nietzsche, y en cuanto a la segunda, mucho mejor que las ruidosas clases con el colorido psiquiatra Dr. Kaled, disfruté la extraordinaria prosa de Sigmund Freud, de Eric Fromm, de Carl Jung, llegando, con maravillosas paradas intermedias, al artífice de la pirámide de necesidades humanas, Abraham Maslow –favorito de mi padre.

La historia, pasión de mi madre, me llegó en las páginas eruditas de Kenneth Clark y en la colección de tomos que fue magnum opus de Will y Ariel Durant. De política, quehacer indispensable como conflictivo, me hablaron Machiavello, De Tocqueville, Kissinger, los Clinton, Nixon, Gorbachev, Chiang Kai Sheik, Nehru, Indira Ghandi, el good american que fue Edwin Richshauer –embajador norteamericano en Japón por muchos años– MacArthur, Ghandiji, Golda Meier, y tantos otros.

Me gustaba la sociología cuando estudiaba en la Santa María la Antigua, pero como el profesor nunca asistía, me concentré en los textos recomendados, encantada de familiarizarme –a mi estilo autodidacta– con Auguste Comte y Max Weber. La teoría de la evolución, absolutamente fascinante, me llevó a conocer a Charles Darwin –¡qué bien escribía!– a Huxley el grande, llevándome, el progreso humano, hasta los astrofísicos Stephen Hawkins, Carl Sagan y Brian Green, éste último autor de The Elegant Universe, cuyas diáfanas explicaciones sobre la teoría de las supercuerdas, aunque con esfuerzo, pude comprender.

Ni los títulos mencionados arriba hacen una lista completa, ni voy siquiera a referirme a los autores o a la dicha que he recibido de mi principal vía de escape: la literatura. Podría parecer pedante describir mi ya largo camino de autoenseñanza, pero lo hago para dejar sentado que es posible convertirse en un intelectual por cuenta propia, y para dar testimonio del inefable placer que es aprender directamente de los grandes maestros, ¡de disfrutar diálogos íntimos, de tú a tú, con semejantes cerebros!


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