El problema religioso como llama Luis Nueda a la preocupación fundamental de cuantos hombres han sentido y sienten inquietudes espirituales en el mundo es objeto de su testimonio por considerar su propia experiencia aleccionadora para los indecisos, los equivocados y los indiferentes.
Recién transcurrida la guerra civil en España, Luis Nueda, hombre culto, melómano y bibliómano, aislado de los fragores bélicos por el estudio y el trabajo, da a conocer su cíclopeo trabajo de recensiones bibliográficas llamado Mil Libros. Por supuesto, lo que nos interesa aquí no es el contenido de aquel caudal de obras, sino el testimonio que, a guisa de prólogo, Nueda da sobre la recuperación de su perdida fe precisamente a través de la profundización en el estudio.
El mismo Nueda llamó a su evolución en materia religiosa el retorno a la fe por la incredulidad, una versión del lpensamiento baconiano de que la investigación superficial lleva al ateísmo, mientras que la investigación profunda lleva a aceptar la existencia de Dios, o más brevemente poca filosofía aleja de Dios y mucha filosofía aproxima a Dios.
Nueda habla con una sinceridad y una humildad profunda, sin piedad de sí mismo cuando confiesa: sobre mi primitiva fe que era tan vacua y primitivamente formalista como la de tantos otros que se llaman y consideran católicos, las primeras lecturas de obras antirreligiosas, emprendidas con la falta de preparación filosófica y científica que suele caracterizar a cuantos se hallan en mi caso y que, por regla general, es extensiva incluso a los autores de semejantes obras, ejercieron un efecto fulminante: con tal facilidad me convencieron de que la Ciencia poseía la explicación natural de todos los enigmas en que las religiones hacen intervenir lo sobrenatural, representado por Dios, y de tal modo me infatuaron, que no tardé mucho tiempo en considerarme en posesión de la verdad, casi sabio y, por consiguiente, capacitado para mirar compasivamente como a infelices ignorantes a cuantos demostraron en cualquier época creer en una divinidad, en un mundo espiritual y en una vida ultraterrena..., aunque esos infelices ignorantes se llamasen Sócrates, Platón, Aristóteles, Santo Tomás, Newton, Pascal, Menéndez y Pelayo, etc., etc.
Que este testimonio sea contado por sus solas palabras, cargadas de elocuencia, pues no necesitan apostillas:
Yo no había leído aún nada de estos pensadores; pero, en cambio, me sabía de memoria los tópicos del materialismo vulgarizador: mis conocimientos de Filosofía no iban mucho más allá de los que se obtienen en el bachillerato; pero estaba persuadido de que todos los razonamientos metafísicos eran inútiles y necias divagaciones de desequilibrados mentales. Las teorías de Laplace y de Haeckel, admitidas por mí como verdades inconcusas, habían reemplazado en mi intelecto, con gran ventaja, a las leyendas bíblicas: la ética de Nietzsche y la de las más avanzadas escuelas sociales me parecían muy superiores a toda moral de iglesia, afianzada y salvaguardada con promesas de castigos y premios de ultratumba; en suma, había llegado al convencimiento de que las religiones no eran más que vergonzosas pruebas de incultura y reminiscencias atávicas de la ignorancia y del terror cósmico de nuestros remotos antepasados salvajes.
Como se ve, había alcanzado, sin gran esfuerzo, la talla de los superhombres de mesa de café, de novela y de conferencia revolucionaria, y podía ya codearme con ellos. Pero..., mi curiosidad no me permitió permanecer demasiado tiempo estancado en la charca de ese necio y vulgar escepticismo que tanto abunda. Quise saber más, y poco a poco fui ampliando mis conocimientos lo cual equivalía a ir reconociendo progresivamente mi ignorancia y me fui situando de un modo insensible en condiciones mejores para juzgar lo que en un principio había tomado por evidente e irrefutable y para no dar tan ingenuo y precipitado crédito a las osadas aseveraciones de los pontífices del monismo. A medida que profundizaba en el pensamiento filosófico general y que dedicaba atención más reflexiva y consciente a las hipótesis biológicas y cosmogónicas, sentía más y más lo movedizo del arenoso terreno en que antes me afianzaba y que había tomado por firme cimiento berroqueño. Y cuando mis convicciones monistas y de autocreación del Universo empezaban ya a tambalearse, vinieron a resquebrajarlas de un modo irremediable la lectura meditada de la magnífica obra de Fabre sobre las maravillas del instinto en el mundo entomológico y la clara percepción de la eterna duda que late en el fondo de las negaciones de los más preclaros filósofos -como Spinoza y Kant. (Continuaremos su testimonio)

