Una es la sobria marcha patriótica, con su música tradicional, acompasada por paso redoblado y voz de mando, enfundada en charreteras y quepis de olor militar. Pero, la que arroba en la avenida es una contramarcha de exuberante redoble caribeño, vestida de minifalda y pantalón a la cadera, que desborda sensualidad panameña y rebeldía juvenil.
Marcha y contramarcha reeditan la sempiterna colisión entre tradición y cambio. Y como siempre, en este dilema entre preservar o evolucionar, la razón alterna su favor dependiendo si es la autoridad o la juventud quien la sustenta.
Nadie discute el papel forjador de nacionalismo de la Marcha Panamá o Canto a la bandera. Qué universal y bella luce la patria en ejecuciones de las bandas estudiantiles del Moisés Castillo, IJA, Instituto América y el Urracá, por mencionar favoritas, y últimamente de Las Esclavas. Y qué decir del sonido maduro de los cuerpos de bomberos, como el de Chepo, de la Policía o de nuestra magnífica Banda Republicana, bien timbradas en el sentido de la tradición. Los mismos criterios que las distinguen, las conectan con el mejor repertorio del mundo, como la clásica Rings and Bells.
La marcha tradicional mantiene vigor y salud gracias al esfuerzo de instituciones como el Ministerio de Educación. Los docentes construyen patria cuando imprimen aquella en las almas de quienes transitamos por sus aulas. Pero, la institución aparece confundida ante el tufillo a barrio irreverente que destila una contramarcha que avanza a pesar de la guerra que montan padres de familia, moralistas, docentes y todos los gobiernos.
El Ministerio de Educación se equivoca cuando echa mano de una herramienta que, desde siempre, tiene a mano: la censura. Promulga una larga lista de prohibiciones que trasciende lo racional. Para no dejar duda de la distancia con los educandos, la emprende contra la sensual minifalda, el gel en el cabello, pantalón a la cadera y basta ancha. Castiga la retina de los marchantes cuando defenestra lentes oscuros. Exilia de la ruta a las coreografías, como si todo desfile no fuese exactamente eso, coreografía.
Por supuesto que la prohibición alcanza al reggae, como si la fiebre estuviese en él y no en la violencia del barrio, o como si la misma censura no fuese violencia institucional. Si nuestros compositores renacieran en esta época, difícilmente llegarían a antológicos con aquello de Luna lunera, cascabelera. Compondrían algo como –llegó Fergo, que si te pones terco, te dejo tuerto–. ¿O acaso no resuena el último hit "Yasuri Yamileth, te corto con gillette"? Pero, aunque esa reguesera nunca alcance lo perdurable de los Tony Fergo, la plena cumple tres décadas de enseñar la lengua a todos quienes la hemos guerreado.
La represión causa obsesión y, al ser perseguida, la contramarcha, termina de inevitable en los medios. Los movimientos sensuales y los repiques evolucionaron a signos de reafirmación juvenil, y sus intérpretes, a héroes. Aquella, la contramarcha, hace mofa de la advertencia ministerial de suspender del desfile a la escuela que la permita. Prefiere retar la gobernabilidad de la autoridad, antes que someterse y exceptuar a los miembros de la banda del minuto de fama que recogen en el desfile.
Bien quisiera yo instituciones que defenestren desafinos y que prohíban a funcionarios que marchen obligados. Unas que desaten un aguacero de buenas bandas de música, que estimulen la creatividad, que hagan verdad aquello de una juventud que necesita más de estímulos que de frenos. Unas que entiendan que las generaciones tienen en la música y canción, el largo de la falda, el corte de cabello y la coreografía, la forma de expresión de sus circunstancias. Quisiera unas que, sobre todo, no parapeten la incomprensión detrás de una censura que reprime a quienes optan por un lenguaje demasiado fiel a la crudeza de la vida en el barrio.
