LEYES NO PUEDEN REEMPLAZAR LA CONCIENCIA INDIVIDUAL.

Masacre de Virginia Tech

Pensar en esos muchachos –asiáticos, pelirrojos, negros, rubios, trigueños– que caminaron a través de la ventisca fría y húmeda para llegar desde sus respectivos dormitorios a las aulas de Norris Hall, acomodarse en sus pupitres y escuchar –con entusiasmo, o tal vez con algo de sueño– su clase de alemán o de francés. Pensar en esos profesores que llegaron a sus aulas y se colocaron de frente a sus alumnos, dispuestos a transmitirles sus conocimientos y, de paso, su pasión por la materia. Pensar que era un lunes cualquiera de una semana cualquiera. Y que, repentina y bruscamente, la puerta del salón de clases se abrió; y un muchacho, en apariencia igual al resto, entró; abrió fuego; y acabó con las ilusiones, el cansancio, las metas y la vida misma. Es devastador.

Además resultó frustrante ver cómo, en las primeras horas posteriores al evento, el debate se concentraba en el tema de la seguridad policial; si era buena o no, si había actuado a tiempo o no. Cuando se hacía evidente que, yendo a la raíz de la masacre, había un problema de humanidad. O más bien, de inhumanidad. ¿Cómo era posible que un ser humano hubiera vivido, comido, estudiado y montado bicicleta en un mismo campus universitario durante dos años o más sin que ningún otro ser humano se hubiera percatado de sus tribulaciones o intentado penetrar su soledad?

A medida que fue saliendo información, no obstante, el cuadro cambió. Se conoció que el entorno no había sido ajeno, ni tampoco indiferente a las perturbaciones de Cho. Que ciertas actuaciones en particular, y su conducta, en general, habían incomodado a otros alumnos e incluso a algunos profesores. Y que muchos de ellos habían actuado responsablemente, acudiendo a las autoridades competentes. Entonces las preguntas volvieron a surgir. ¿Por qué las quejas y denuncias de estudiantes y educadores cayeron en saco roto? ¿Por qué las señales enviadas por Cho, ese hijo de inmigrantes coreanos que ahora no es un muchacho sino un monstruo y un asesino, no condujeron a ninguna acción definitiva? ¿Por qué se le permitió seguir incubando pensamientos enfermos y sentimientos dañinos que al final explotaron en su interior, destruyéndole el alma y la razón?

Al momento de expresar esta opinión, todo parece indicar que fueron las leyes las que impidieron evitar la tragedia de Virginia Tech. Y no me refiero únicamente a esas leyes estúpidas que facilitan la compra de armas en una sociedad asediada física y mentalmente por la violencia. Sino a tantas otras leyes que, en aras de defender las libertades individuales, ponen en riesgo a la colectividad. Resulta que hay leyes antidiscriminación que impiden sacar de una clase o de una universidad a un muchacho perturbado mentalmente. A menos que el aludido muchacho esté muy, pero muy perturbado. Lo cual, como cualquier especialista podrá atestiguar, es algo sumamente difícil de demostrar. Además, hay leyes de protección de la privacidad que impiden a las universidades comunicarle a los padres (sí, a los que pagan por su educación) que su hijo está deprimido o de alguna manera alterado. Leyes que, además, impiden poner en autos a las personas en su entorno –su compañero de cuarto, por ejemplo– de los antecedentes y de la condición de la persona en cuestión.

Fueron leyes como estas las que, probablemente, paralizaron a los profesores y a las autoridades de la universidad quienes, temerosos de los efectos legales de sus acciones, hicieron lo menos posible. Que era lo más que les permitía hacer la ley.

Afortunadamente, en Panamá no estamos tan "avanzados" en materia de legislación. Y no hemos llegado al punto en donde la gente no se atreve a regalar comida al hambriento, por miedo a una demanda por envenenamiento; a saludar a un compañero de trabajo por miedo a una demanda por acoso sexual; o a brindarle la mejor atención posible a un paciente en riesgo, por miedo a una demanda por mala práctica. Porque lo que está ocurriendo en Estados Unidos es que las leyes están creando un cerco cada vez más cerrado dentro del cual quedan prisioneros el pensamiento y la conciencia individual. (No se trata ya de "lo que yo pienso" o de "lo que yo creo que debo hacer", sino de lo que la ley dice que puedo hacer). Y resulta que las leyes, por mucho que se reproduzcan y se multipliquen, no pueden aspirar a regular todos los actos de las personas ni a anular la capacidad de discernir.


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