'Memorias de un caricaturista'

Cuando volvió para instalarse definitivamente en Panamá, tuvo -como yo- que hacer toda clase de trabajos para ganarse la vida. Hasta que un buen día nos sorprendió -a mí, al menos- con otra faceta de su personalidad, que yo desconocía: el caricaturista incomparable (él es el padre de la caricatura moderna en Panamá), cuya obra -dispersa hasta ahora en publicaciones periódicas- recoge este volumen publicado por el Banco Nacional de Panamá. Recuerdo haber visto logros geniales suyos en la revista Siete y en otras publicaciones, antes de convertirse en el caricaturista de planta del meridiano La Hora.

Recorrerlas en orden es sumergirse de nuevo en un orbe tormentoso -que fue también el mío-, que hoy parecerá remoto e irreal a las nuevas generaciones. Sin embargo, ellas todavía están pagando las consecuencias de los sucesos que movieron la pluma feliz o indignada de Lolo. En el seno de nuestro tiempo se gestó el monstruo que en 1968 haría trizas la República y las normas de civilidad en que fuimos criados los hombres y mujeres de mi generación. Presentíamos que el monstruo no tardaría en caer sobre nosotros. No por ello nos conmovimos menos que el resto de nuestros conciudadanos, cuando fue bautizado el 12 de diciembre de 1947. Ese día, por primera vez la Policía Nacional intervino en las contiendas civiles de los panameños, e intervino como solo sabe hacerlo un cuerpo armado: violentamente. Y lo vimos, pocos meses más tarde, ya de pantalones largos, imponer un presidente por la fuerza; luego derrocar a su sucesor y remplazarlo con el hombre a quien los mismos pacos habían despojado de su triunfo legítimamente obtenido en las elecciones de 1948.

Este fue el marco en que se desarrolló como caricaturista consumado Lolo Silvera.

Aquí debo explicar algo. La caricatura no puede ser abstracta, no puede abarcar con generalidades las causas y consecuencias (de ordinario complejísimas) de un hecho político. Tiene que encarnarlo en sus protagonistas, desfigurándolos en el proceso, es decir, exagerando sus rasgos fisonómicos: labios anchos o delgados, prognatismo, una nariz demasiado corta o demasiado larga. Estas son las cosas que a veces molestan a los políticos (sobre todo a los de hoy), porque ninguno de ellos tiene sentido del humor (¿cómo van a tenerlo tipos que se toman en serio a sí mismos, y que, como Narciso, de tanto admirar el reflejo que les devuelve el agua, terminan por enamorarse de su propia imagen?).

En el caso de Lolo se daba una circunstancia adicional: el caricaturista era, además, un gran dibujante. Y aún hoy -cuando ya no puedo leer las notas explicativas- reconozco en el acto, al primer golpe de vista, a todas las figuras públicas de la hora. Ni siquiera sus amigos se salvaban de su sentido del humor. Ni siquiera José María Sánchez B., su hermano del alma. Este era el que más celebraba sus tomaduras de pelo.

Esta precisión es necesaria para entender por qué Silvera se ensañaba a veces en hombres que después todos nosotros hemos revaluado. Ahora sentimos nostalgia de ellos, de Ernesto de la Guardia y de Nino Chiari, sobre todo cuando los comparamos con las lamentables mediocridades que hoy llenan nuestra escena política representando, con la seriedad que todos le envidiamos a Búster Keaton, obras de slap stick.

Pronto las caricaturas de Lolo saltaron de una de las páginas interiores a la primera plana, de La Hora, donde permanecieron durante varios años, fenómeno único en nuestra América. Sus ansiedades patrióticas y cívicas eran las de todos nosotros: la lucha por la soberanía nacional y por el respeto pleno a la soberanía popular. Esto puede notarse muy bien en el tratamiento, rebosante de indignación patriótica, que le dio al 9 de enero, fecha clave en nuestra historia.

De la primera página (y de todas las otras del periódico) fue expulsado por los autores (y beneficiarios) del cuartelazo del 28 de octubre de 1968. Contrariamente a otros intelectuales y artistas (que corrieron a cantar loas a los destructores de la República, Lolo adoptó una actitud hoscamente crítica del proceso; pero, claro está, no tenía dónde expresarla, porque el líder máximo de la revolución había secuestrado todos los medios de Panamá. Pero en cuanto se inició el llamado "veranillo democrático" (que le impuso el Congreso a Carter, y Carter a Torrijos), Lolo, consecuente con toda su trayectoria, manifestó con dureza su oposición al régimen opresor cuantas veces tuvo ocasión de hacerlo.

Ni un solo joven panameño debe quedarse sin recorrer esta obra magnífica. Debe disfrutarla y leerla (cuando no comprenda algo, pídale a su padre, o a su abuelo, que se lo expliquen). Así sabrá de dónde salieron muchos de los nubarrones que hoy le cierran su horizonte vital.


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