Lamentablemente, todos los días los despachos noticiosos nos traen las reseñas de crímenes que se cometen en los barrios de nuestras ciudades. Hace algunas décadas, los hechos de esta clase eran la excepción, hoy son la norma. ¿Que le está sucediendo a la sociedad panameña?; ¿acaso el desarrollo o el tecnicismo llevan a la desvalorización del ser humano y el desprecio por la vida?
Los hechos señalan como caldo de cultivo de esta violencia principalmente a los estratos más humildes de nuestra población, en especial a su juventud, afectándola de manera endémica.
Es casi seguro que algún familiar o amigo ha sido víctima en algún momento de un acto delictivo, sea grave o menor. Pero ¿cuáles son las causas de tales males? Creo que todos lo sabemos. La deficiente educación, la pobreza, el desempleo, la mala distribución de los recursos, la desintegración familiar y, sobre todo, un culto generalizado a los antivalores, en especial a la violencia.
Durante años, los gobiernos de turno han sabido y saben cuáles son las causas. De igual forma, en los despachos de las entidades gubernamentales pululan cientos de expertos burócratas que han estudiado el problema y han generado estudios y fórmulas que se archivan, olvidan o desvanecen por la incapacidad e ineficiencia que nuestros gobiernos se empecinan en demostrar.
Ahora bien, cuál de todos estos factores es el más importante o determinante. Veamos: ser pobre, tener una deficiente educación, o provenir o vivir en un hogar desintegrado, si bien son elementos que predisponen a la delincuencia no son, a mi juicio, los determinantes. Se puede ser humilde, no tener una educación de primer orden, y no por eso ser un delincuente.
Miles de panameños son humildes, no han tenido la suerte de recibir una educación pero nunca han visitado ni siquiera una corregiduría. Entonces ¿cuál es la diferencia entre estos panameños y aquellos que son arrastrados al despeñadero del delito? Al parecer, ante la existencia de factores determinantes y la ausencia de una política estructural para detener este "prepararse" para la delincuencia, existe una actitud cómplice de las autoridades y de la propia sociedad.
Hemos permitido que los mercaderes de la violencia y los antivalores se cuelen en nuestros hogares, colegios y en la sociedad en general. Veamos, por ejemplo, cuáles son los videojuegos que más se venden en la actualidad. Uno es un video que enseña a robar autos, vender sus piezas, hacer tratos con prostitutas, matar policías y pandilleros Esto en un escenario real (la ciudad de Miami). Otro enseña a asesinar para ganar méritos, drogarse (para ganar fuerza) y al jugador se le otorgan puntos por cada asesinato que cometa, algunos sin justificación. Otros juegos inducen a la invocación de demonios y espíritus malignos, creando una especie de cultura pre-satánica, sin contar otra decenas de videojuegos en los que el asesinato de diversas formas (decapitaciones, apuñalamientos, estrangulaciones, etc) son las herramientas de diversión.
Los medios de comunicación, en especial la televisión, son uno de los principales culpables en la difusión de la cultura de violencia y los antivalores. Recientemente un canal pasó a las 7:00 de la noche la película Cara cortada, una cinta que es un icono de violencia, tráfico de drogas, drogadicción y brutales asesinatos. A esa hora de la noche la mayoría de niños y adolescentes está con la mirada puesta en la pantalla de televisión, especialmente en lugares donde no tienen la posibilidad del cable (que no deja de ser otro mal, pero con opciones adicionales).
La falacia de la advertencia o calificación del programa no deja de ser una mención graciosa, sobre todo en aquellos hogares que solo tienen un solo aparato. Las novelas, que saturan los canales también a tempranas horas con temas banales y de poco peso cultural, aparte de una buena dosis de escenas de crímenes y violencia, van condimentadas con escenas de trato sexual cada vez más crudas y directas.
La tesis del libre albedrío y de la potestad familiar para controlar la expectación de tales programas no puede ser una medida para irresponsabilizar estos medios, que viven y lucran de sus espectadores. Les cabe responsabilidad social por las toneladas de ripios televisivos que vierten diariamente a los hogares de las familias panameñas. Por estos mismos medios, y por los radiales, también se difunden temas musicales que son una abierta apología al crimen y a los antivalores. Colateralmente está la incitación pública, generalizada y constante a beber licor. Las consecuencias son conocidas: muertes por accidentes de tránsito, desintegración familiar y violencia doméstica por el descontrol en la bebida, etc.
Pero ¿qué hacen los gobiernos y otros organismos que tienen alguna responsabilidad en relación a esta delicada situación? Es poco lo que pueden hacer cuando sus propias imágenes institucionales están manchadas por la corrupción y el manejo de los antivalores para justificar muchas de sus actuaciones. Carecen de la fuerza moral para moralizar. La Iglesia, la otrora conceptualmente institución ejemplar, ha fallado tanto en el plano local como internacional para hacer su papel moralista y evangelizador. Los escándalos internacionales y procesos seguidos a sus clérigos le restan fuerza, aunque no a su responsabilidad.
En Panamá la Iglesia pierde liderazgo ante sus propios feligreses, porque adopta una actitud timorata para afrontar estos problemas. Algunas entidades, como los clubes cívicos, tratan de adelantar programas para rescatar los valores, pero es una lucha contra la corriente, y sus frutos son nimios en comparación con el grado de degradación moral que hay.
Mientras los gobernantes no se sienten a elaborar estrategias integrales para salvar a la sociedad en general del proceso de descomposición en que vive, mientras no se tenga la resolución y entereza de frenar a los mercaderes de la violencia y de los antivalores, el futuro se ve sombrío y gris para un pueblo que lleva en su seno la sana alegría y la vocación del progreso y del desarrollo.