En la compleja relación con su vecino del norte, México se ha visto reducido al papel de espectador, limitado a solo reaccionar ante los sucesos que ocurren al otro lado de la frontera con Estados Unidos (EU). En dos áreas importantes –drogas e inmigración– hay escasa posibilidad de diplomacia o negociación con EU, y ningún funcionario mexicano, incluyendo al presidente Felipe Calderón, parece ser capaz de atraer la atención de los dirigentes estadounidenses.
El apetito por las drogas ilegales en EU, al parecer insaciable, está alimentando una gran parte de la violencia a lo largo de México. Y ahora vean lo que está ocurriendo en California.
La Proposición 19, una propuesta que permitiría a los residentes del estado poseer legalmente hasta 26 gramos (una onza) de marihuana para uso personal, será sometida a votación el 2 de noviembre. La iniciativa incluye un impuesto en la venta de la marihuana que, dicen sus partidarios, generaría hasta mil 400 millones de dólares anuales para un estado que está al borde de la bancarrota. Para California, como es fácil entender, es un incentivo enorme.
La aprobación de esta ley, debido a la índole misma de la oferta y la demanda, haría saltar de alegría a los narcotraficantes mexicanos ante la apertura de un nuevo y vasto mercado. Basta con saber que el 19 de octubre fue confiscado en Tijuana un cargamento de 134 toneladas de marihuana, con un valor aproximado de 335 millones de dólares. El destino final de este envío era, por supuesto, California –y si el estado legaliza el consumo de marihuana en la próxima elección, los carteles mexicanos indudablemente combatirán por el control de ese próspero mercado. El Gobierno mexicano sufriría un terrible revés en su guerra contra los carteles al enfrentar su ejército y policía contra oponentes con más recursos financieros y mejor armamento que ellos.
Dada esta situación, ¿qué puede hacer el país si la proposición es aprobada la semana siguiente? Nada. Aun cuando las repercusiones negativas en México serían vastas y desastrosas, absolutamente nada. Cerca de 30 mil mexicanos han muerto desde 2006, cuando el presidente Felipe Calderón tomó posesión del cargo. ¿Y para qué? ¿Cómo se puede siquiera tratar de justificar la amarga guerra contra el narcotráfico que se ha cobrado la vida de decenas de miles de mexicanos cuando, al otro lado de la frontera, el consumo de la droga se legaliza y se expande?
El período del presidente Calderón en la Presidencia sin duda será recordado como la época más violenta del país desde la Revolución Mexicana, hace un siglo. Y es muy poco probable, al iniciar sus dos últimos años en el poder, que su estrategia antidrogas cambie. Esto es desafortunado, porque si bien no pongo en duda sus objetivos –moralmente sólidos– sí cuestiono sus métodos fallidos. La estrategia actual no ha funcionado, y cada vida perdida es evidencia de su fracaso. La tarea de crear una nueva estrategia contra los carteles, entonces, seguramente será responsabilidad del próximo presidente, quien será elegido en julio de 2012. Pero la legalización de la droga al otro lado de la frontera solo debilitará la capacidad del sucesor de Calderón para eliminar eficazmente la violencia del narcotráfico en México.
El segundo problema en el que México es un mero espectador es el de la forma en que sus migrantes son tratados en EU. México, una vez más, ha sido dejado fuera del juego. El último presidente mexicano que intentó llegar a un acuerdo con EU en cuanto a una reforma inmigratoria fue Vicente Fox, y eso ocurrió hace una década. El presidente Calderón ni siquiera lo ha intentado. Después de todo, el Gobierno mexicano tiene atadas las manos. A raíz de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001, los estadounidenses decidieron, de hecho, que en lo relacionado a la política de inmigración, la nación adoptaría un enfoque unilateral para la protección de su territorio y de sus ciudadanos. Esto significó el fin de cualquier tratado migratorio bilateral, en tanto que la reforma inmigratoria depende únicamente del Congreso de EU.
Y aunque la mayoría de los 11 millones de inmigrantes indocumentados en EU proviene de México, el Gobierno mexicano no está haciendo nada significativo para ayudarlos. Si bien la Embajada mexicana en Washington y sus consulados a largo de EU tratan de proteger los derechos de los ciudadanos mexicanos, cualquier progreso menor se logra usualmente solo después de que se informe de un caso de abuso de discriminación. La impotencia de México en ambos frentes es frustrante, pero, en tanto los estadounidenses sigan consumiendo tantas drogas y los mexicanos más pobres puedan, pese a la crisis económica, encontrar trabajo en el vecino del norte, México no podrá lograr un cambio unilateralmente. Después de todo, la geografía –incluso en el peor de los casos– es destino.
Y millones de emigrantes mexicanos que se han dirigido al norte a través de la frontera siguen siendo tratados mal y viven en el limbo en lo referente a perspectivas de legalización. Todo este tiempo, México ha quedado relegado al margen, convertido en un simple espectador de estas ofensas.
