Hace unos años, mi esposo y yo hicimos un viaje al sur de España, Madrid y sus alrededores. Recorríamos la Alambra de Granada, junto a un guía que nos contaba la historia de tan remarcable lugar, de pronto caí y me torcí el pie derecho. Yo sabía que lo indicado era ir a un hospital para que tomaran una radiografía y seguir los consejos médicos, pero no quería perderme todas las maravillas que estaba viendo ni arruinarle el viaje a mi esposo. Así, pues, adolorida y cojeando, terminé el recorrido con el pie tan hinchado que parecía una escultura de Botero.
De regreso a Madrid, una amiga española me llevó al hospital. Allí me atendieron rápidamente e hicieron todo lo que debía hacerse: me examinaron, tomaron la radiografía que confirmó el esguince, me vendaron el pie y recetaron analgésicos, hielo y reposo.
¿Pueden imaginarse lo que sería ir hasta España, pero quedarse en una cama de hotel con el pie en alto y dejar de ver los lugares que teníamos planeado visitar, como El Escorial, Segovia y Toledo? No, ni de vaina. Con mi pie vendado y un bastón que me prestó mi amiga me convertí en una “minusválida”, como les llaman en España a las personas con discapacidad, y empezamos la visita de Madrid. Para mi gran sorpresa y placer, en todos los museo, palacios, galerías, etc., tenían sillas de ruedas y una persona encargada de subirme por elevadores, tras bastidores, que los demás visitantes no saben que están ahí. El precio de la visita, en vez de ser el doble por el servicio extra, era la mitad. Fuera de Madrid, en El Escorial, un monasterio viejísimo, con escaleras estrechas y largas, conectaron mi silla de ruedas a un aparato que parecía un cortador de hierba con esquís, que me subía y bajaba. Yo no podía creer que hasta ese punto llegaban los servicios para los que no pueden caminar. De esta manera, pude ver las tumbas de los reyes de España ubicadas en el sótano.
En Madrid y otras ciudades, las aceras son amplias y están al nivel de las calles en los pasos peatonales, que, dicho sea de paso, todo el mundo respeta. Así, una persona en silla de ruedas o una madre con un cochecito, una persona mayor o un niño pequeño, pueden caminar por todos lados sin problemas. Las luces de tráfico tienen un “pajarito” que canta e indica cuando el peatón puede cruzar la calle sin peligro, un beneficio para los ciegos.
A todo esto, yo recordaba que en Panamá las personas en sillas de ruedas muchas veces no pueden ni siquiera salir de sus casas, y que es prácticamente imposible para cualquier peatón, caminar por las aceras de la ciudad. Todos sabemos, pero no está demás repetirlo, que la ciudad de Panamá está hecha para los carros. Las aceras están en muy mal estado y son estrechas, los vehículos y los comercios las ocupan, y se utilizan para pasear a los perros y que hagan sus necesidades.
Así como la Alcaldía se preocupa por la falta de estacionamientos, debería preocuparse porque las aceras estén en buen estado para los peatones. ¡Qué lejos estamos de tener todos los servicios que los países desarrollados ofrecen a sus ciudadanos!
