La noticia de que Daniel Ortega lleva de candidata a vicepresidenta a su esposa, es simplemente la culminación del proceso de consolidación de un proyecto de poder personal y dinástico. El próximo noviembre en Nicaragua, cuando Ortega irá a su segunda reelección sucesiva, no habrán elecciones competitivas en términos democráticos electorales, sino una repetición de las variantes europeas del sistema de partido único del exbloque soviético, en el que los resultados electorales estaban preestablecidos y solo participaban el Partido Comunista, dominante y minúsculos partidos políticos comparsas de este.
Hace dos meses la Corte Suprema de Justicia (CSJ), controlada por Ortega, retiró la personería jurídica al Partido Liberal Independiente (PLI), en cuya casilla electoral se había aglutinado, como en las elecciones de 2011, toda la oposición. La Conferencia Episcopal fue categórica: “Todo intento por crear condiciones para la implantación de un régimen de partido único en donde desaparezca la pluralidad ideológica y de partidos políticos es nocivo para el país, desde el punto de vista social, económico y político”.
En 2011 el Consejo Supremo Electoral (CSE), controlado por Ortega, reconoció a la alianza encabezada por el PLI el 31% de los votos, a pesar de las numerosas irregularidades que fueron documentadas por la observación electoral de la Organización de Estados Americanos (OEA) y la Unión Europea (UE). El Centro Carter caracterizó esas elecciones como las “más opacas de los últimos 20 años en Nicaragua cuyos resultados fue imposible verificar, estableciendo en consecuencia un precedente nocivo para el futuro de la democracia en Nicaragua”.
Ese mismo CSE, hace dos semanas, en una modalidad especial de golpe de Estado, destituyó a los 28 diputados liberales y del Movimiento Renovador Sandinista (MRS), que se opone a Ortega, a quienes había reconocido su elección en 2011 pese a las irregularidades del proceso electoral.
¿Cómo entender esas decisiones de Ortega sin aparentemente existir razones de necesidad que la expliquen? Concretamente: si Ortega necesitara y realizara un fraude como en las elecciones municipales de 2008 y las generales de 2011, ¿enfrentaría mayores consecuencias nacionales e internacionales que entonces? Improbable.
La respuesta a la pregunta anterior está en las convicciones políticas de Ortega, sus inseguridades y arrogancia. Que Ortega no cree en la democracia liberal, es conocido. En varias ocasiones ha explicado de manera franca sus razones. En una declaración relativamente reciente, a los medios de Cuba, dijo que los partidos políticos dividen a la sociedad, y felicitó a ese país por tener un sistema de partido único.
La explicación de las convicciones políticas de Ortega es necesaria, pero no suficiente. También están sus inseguridades, provenientes de la desconfianza. ¿Desconfianza de qué, si todas las encuestas hablan de gran respaldo a su gobierno, y sus voceros oficiales y líderes empresariales con quienes ha establecido una alianza de nítido corte corporativista, celebran sus éxitos económicos? Bueno, sencillamente él sabe que no es así. La desigualdad ha aumentado y el crecimiento no ha derramado. Un reciente estudio reveló que en los últimos seis años la pobreza bajó de 44% a 39%, pero fundamentalmente por las remesas de los pobres que emigraron. Además, si la línea de medida sube en 50 centavos de dólar, la pobreza se dispara arriba del 50%. Y vive bajo el trauma de 1990, en que contra todo pronóstico perdió frente a Violeta Chamorro, y sabe, como entonces, que la gente teme declarar su verdadera opinión.
Finalmente, está su arrogancia autoritaria incrementada al consolidar un monopolio de poder que ejerce sin límites, amparado en la complacencia de actores empresariales y organismos y gobiernos de la comunidad internacional.
La ausencia de convicciones democráticas que conduce a controlar todo; el conocimiento que los problemas socioeconómicos pueden generar situaciones que requieren mayor control para evitar su desborde; y el incentivo perverso de ejercer más control que ha recibido por la complacencia de los actores mencionados, han conducido a que el augurio negativo del Centro Carter por la democracia en Nicaragua se haya anticipado, y Ortega terminó quitándose la máscara.
