De Nueva York a Porto Alegre: ¿hay todavía esperanza?

Los dirigentes de los países más desarrollados, los responsables por la marcha de la economía mundial, y los rectores de los organismos financieros internacionales decidieron trasladar este año la sede de su reunión de Davos a Nueva York. Del pequeño y hermoso pueblo escondido entre las montañas nevadas de Suiza a la babel de hierro y cemento, ciudad-eje del capitalismo mundial. Aunque se dijo públicamente que el traslado era un homenaje a las víctimas del 11 de septiembre, la realidad era otra: Davos no ofrecía a los participantes la seguridad de la que disfruta Nueva York después de los ataques terroristas. ¡Cuán difícil resulta aceptar que quienes supuestamente se reúnen a tomar medidas para mejorar la economía mundial, tengan que hacerlo bajo la protección de un impresionante aparato de seguridad! Y mientras en la ciudad de los rascacielos, líderes mundiales y economistas con caras largas buscaban palabras para disimular el fracaso de sus políticas económicas, en la ciudad brasileña de Porto Alegre se celebraba, simultáneamente, el Foro Mundial Social, en el que representantes de la inmensa mayoría de los habitantes del planeta se reunían a discutir las medidas necesarias para frenar las injusticias con que la nueva economía viene victimizando a los pobres del mundo.

La llamada globalización no es, realmente, un fenómeno de nuestra era: comenzó en tiempos remotos el primer día que bienes y servicios atravesaron fronteras. Poco después se daría inicio también al proteccionismo como una defensa de las regiones más pobres frente a la audacia de aquellos comerciantes provenientes de lugares más favorecidos por la naturaleza. Desde entonces ha existido siempre la lucha entre los que abogan por la libertad de mercados –usualmente las naciones o grupo de naciones que por ser más ricas acumulan surplus– y los que se sienten obligados a cerrar sus fronteras para proteger a sus propios nacionales –usualmente las naciones más pobres que ni siquiera alcanzan la autosuficiencia–. Lo cierto es que a través de la historia, dependiendo de la teoría económica prevaleciente, los países han pasado por ciclos sucesivos de proteccionismo y libertad de mercados. Así le ha ocurrido a la vieja Europa, a Estados Unidos y a los países del Lejano Oriente. La confrontación entre ambas tendencias se ha ido agudizando en la medida en que los avances tecnológicos han empequeñecido el planeta. En realidad, la globalización exacerbada de nuestros días no obedece tanto a teorías económicas como al hecho de que conforme transcurre el tiempo y la tecnología avanza, las fronteras van perdiendo sentido. Las comunicaciones en general y la internet en particular –con su producto natural, el comercio cibernético– se han encargado de que en materia comercial y, sobre todo, en el intercambio de capitales, el mundo amanezca cada día más pequeño y unificado. Algo de razón asiste, entonces, a quienes, para defender la globalización, afirman que se trata de un hecho, de un fait accompli, el cual tenemos que aceptar y al que tenemos que adecuarnos si es que queremos sobrevivir en el mundo de hoy. Dicho de otra manera, no es que los países y sus economistas se sentaron a elaborar una teoría en torno a las ventajas de la libertad absoluta de mercados para llegar a la conclusión de que la globalización era la mejor medicina para los males de crecimiento que padecía el mundo, sino que el salto mortal tecnológico de la última mitad del siglo pasado produjo un trasvase desmedido de bienes y servicios que obligó a esos países a reconocer la existencia del mundo globalizado. De aquí que casi de la noche a la mañana, como una parásita

-gigantesca e insaciable- los países más ricos crearan la Organización Mundial de Comercio, y de ahí también que los países en vías de desarrollo, sin pensarlo dos veces ni medir las consecuencias, cayeran víctimas de ella con la misma inocencia que entran los vacunos al matadero.

Es un hecho histórico incontrovertible que la vida, la actividad humana, va siempre por delante de la reglamentación de sus efectos. Así ocurrió, por ejemplo, con la confrontación entre el capital y el trabajo después de la revolución industrial: solamente tras largos años de arduas luchas y de profundas transformaciones que cambiarían para siempre el pensar y el sentir de los hombres, se logró la creación de normas capaces de brindar alguna protección al trabajador frente a su empleador. Y así tendrá que ocurrir también con la globalización: algún día, que esperamos no esté muy lejano, tendrán que elaborarse las normas indispensables para proteger a los países más pobres del avasallamiento económico al que los someten los países más ricos, sus brazos financieros y sus grandes empresas multinacionales. De otra manera, la defensa de los oprimidos no se dará a través de barreras aduanales ni de caducos nacionalismos, sino que tomará la forma de una nueva revolución –la revolución de los pobres globalizados– que sacudirá los cimientos de la civilización con consecuencias imprevisibles. Así parecieran haberlo comprendido –¡al fin!– los líderes de los países industrializados y de los organismos financieros internacionales que, en Nueva York, han empezado a hablar seriamente de la necesidad de apoyar a los países subdesarrollados cuyos pueblos han sufrido como nadie los embates de un proceso de apertura generalizada de mercados, destinado hasta ahora únicamente a satisfacer el afán desmedido de lucro de los países del G-7 y de sus empresas multinacionales. Ojalá las medidas se tomen antes de que se agote la paciencia de aquellos que hoy viven solamente de la esperanza que por unos días brilló en Porto Alegre.

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