Hace poco era impensable el trastocamiento del mundo árabe que apreciamos hoy. Ni siquiera los acontecimientos en la República tunecina hicieron sospechar lo que vendría después. Fue la rápida y contundente movilización del pueblo egipcio, simbolizada en la plaza Tahrir, la que permitió avizorar el rumbo de la protesta en las sociedades árabes, casi todas signadas por viejos problemas ligados a la desigualdad, la pobreza y la exclusión de la mayoría de sus habitantes, en medio de la hegemonía y opulencia de unos pocos.
En los primeros días de febrero, cuando el furor de las manifestaciones empezaba a extenderse por el mundo árabe, durante una conferencia sobre seguridad en Munich, Hilary Clinton a la vez que decía apoyar la vía a la democracia, describía la situación árabe como la “coyuntura perfecta para una tormenta”, abogando por gobiernos “responsables” en la región. El impacto que la crisis árabe podría tener para Israel ya empezaba a preocupar, pero no únicamente.
Y es que justamente los gobiernos autoritarios árabes que hoy están acorralados por sus pueblos, han sido, algunos más que otros, piezas clave del gran negocio global de petrodólares y petroeuros, así como importantes aliados políticos de Occidente, sobre todo en el tema palestino y, más recientemente, en lo que al fundamentalismo islámico se refiere.
De modo que la situación política y social de los países del Magreb (norte de África) y del Mashreq (países árabes al este de Libia) no era desconocida para ningún líder de la Unión Europea, de la Asean (Sureste Asiático), y menos todavía para Estados Unidos.
Tampoco lo era para la ONU, pero uno de sus órganos, el Consejo de Seguridad, de modo expedito y sin realizar ninguna visita al área ha impuesto sanciones contra el régimen de Gaddafi y su entorno y ha ordenado que la Corte Penal Internacional, con sede en La Haya, abra una investigación sobre las violaciones de derechos humanos allí.
Llama la atención que la ONU haya dejado pasar un mes de intensas movilizaciones árabes sin apercibirse, tiempo en el cual la Asamblea General, supuesto órgano principal de la organización, ha sido irrelevante. Si hasta el lunes 21 de febrero, Ban Ki-moon, secretario general de Naciones Unidas, conversó por teléfono con Gaddafi sobre el deterioro de la situación en ese país árabe; cinco días después, el sábado 26, el Consejo de Seguridad tomaba unánimemente la decisión de sancionar al país norafricano. Otra vez el mantenimiento de la paz y la estabilidad internacionales, mediante el uso sancionador de una fuerza superior aprobada por Naciones Unidas, ha recaído en un pequeño núcleo de superpotencias, mientras que la inmensa mayoría de los otros países, entre ellos Panamá, va en seguidilla consintiendo de un modo pasivo las acciones emprendidas por aquéllas.
Tal como ocurrió en la ex Yugoslavia en 1999, la situación libia es altamente complicada y Gaddafi y su entorno tienen menos margen para resolver la situación sin recurrir a la más cruda violencia.
El fantasma de una “intervención humanitaria” de la OTAN tiende a corporizarse otra vez. En cualquier caso todo indica que, al final, el Consejo de Seguridad impondrá la implacable “justicia de los vencedores” según la cual “solo la guerra perdida es un crimen internacional”. Es claro que el petróleo libio bien vale una misa.
