El anuncio del regreso a Panamá de representantes del Fondo Monetario Internacional (FMI) no causó sorpresas. La realidad es que el FMI nunca se había ido, no había dejado de planear sobre el país. Si bien desde hace cuatro años no se ha suscrito un acuerdo entre el Gobierno panameño y el FMI, no se requiere tal formalidad para que las autoridades encargadas de las finanzas públicas ajusten la política económica al querer de ese organismo internacional.
Para respaldar el programa económico de Panamá, el FMI utiliza un método a la inversa. Anticipa lo que quiere. Entre otras medidas, una reforma fiscal, un nuevo modelo para la Caja de Seguro Social (CSS), revisión de las leyes especiales de los funcionarios, mayor apertura del mercado y reducción de la planilla estatal.
El FMI impone políticas de austeridad presupuestaria, recortes al gasto público y sacrificio de las inversiones del Estado, con las consecuentes repercusiones sociales que agravan los problemas en lugar de corregirlos. Además, mantiene una permanente campaña para impedir que los Gobiernos latinoamericanos negocien en forma conjunta algunos aspectos de la deuda pública contraída con el FMI, uno de los frenos para el desarrollo económico de la región.
El camino que debiera recorrer el Gobierno panameño es el de estimular la cooperación entre el sector privado y el Estado, y defender los principios sobre los cuales construirá su proyecto de una Patria Nueva. Estos tienen que ver con la justicia social, la generación de empleos de calidad, la educación, la equidad, la sustentabilidad, la democracia, la libertad, el fortalecimiento de la sociedad organizada, la transparencia informativa y en la gestión gubernamental, el rechazo a la cultura de la especulación y el dinero fácil.
Pero las presiones no solo llegaron del FMI. Estuvieron acompañadas de la visita circunstancial de Donald Rumsfeld, el jefe del Pentágono, y uno de los representantes de la administración del presidente George W. Bush que genera más anticuerpos dentro y fuera de Estados Unidos. Además de ser una de las figuras que acompañará a Bush cuatro años más, Rumsfeld es una de las caras más visibles del ejercicio duro y unilateral del poder de Estados Unidos en el mundo.
Su visita a Panamá se enmarca dentro de la estrategia global de Estados Unidos que entrelaza la política exterior y la política de defensa, otorgándole un carácter militar y geopolítico a las relaciones económicas y comerciales internacionales. Esa estrategia está orientada hacia la supremacía estadounidense, lo que significa que Washington no tolerará ningún competidor en el campo militar ni político ni diplomático.
Rumsfeld es portavoz de la decisión estadounidense de fijar en la región las nuevas amenazas que deben ser combatidas, que tienen que ver con el terrorismo global, el crimen organizado transnacional y el narcotráfico mundial. El paso inmediato es establecer una coalición continental para acabar con esos peligros.
Por eso el acuerdo de seguridad regional entre Panamá y Estados Unidos, cuyos términos se desconocen, y las maniobras conjuntas ante amenazas a la seguridad del Canal. La vía interoceánica adquiere así un carácter estratégico para el movimiento de soldados y mercancías estadounidenses alrededor del mundo. De allí también la tesis del Pentágono de que la guerra interna de Colombia no es solo de ese país, sino de todos sus vecinos.
En ese contexto, es vital que el centro de gravedad de las relaciones económicas, políticas y diplomáticas de Panamá no radique exclusivamente en Estados Unidos. No le hace bien a la imagen internacional del Gobierno la efusiva complacencia pública hacia los representantes estadounidenses si lo que se busca es forjar un nuevo modelo de relación basada en el respeto mutuo y la cooperación sin precondiciones.
Panamá debe resistirse a negociar intereses vitales para el país, como son la entrega del control de sus fronteras y aguas territoriales a fuerzas estadounidenses. No debe dejarse empujar a realizar tareas que no le competen a sus cuerpos de seguridad ni permitir que le creen amenazas desmesuradas donde no las hay. Son otras las urgencias nacionales. La falta de justicia y de la vigencia del imperio de la ley, la necesidad del fortalecimiento de las instituciones democráticas, la creación de una nueva cultura política, la falta de desarrollo económico y la carencia de equidad social, se han convertido en la fuente donde abrevan los más acuciantes problemas del país.
El autor es periodista
