No se asusten. Ni Pichel fue censurado ni yo los aburriré con periodicidad semanal. Por mutuo acuerdo, intercambiamos una fecha. Mis dígitos tomarán vacaciones durante las próximas dos columnas dominicales.
Debido a que este cambio ocurre inmediatamente antes de algo llamado “huelga de advertencia”, previamente nutrida por “huelguitas de calentamiento” (curiosa creatividad del panameño para la vagancia), pensé referirme a este desestabilizador engendro inventado por Frenadeso, con la desafortunada colaboración de dirigencias gremiales (educadores, médicos, transportistas, oportunistas políticos) que anteponen sus intereses particulares al bienestar de los sufridos usuarios. Pues no. La mediocridad se combate mejor ignorándola. La sexualidad humana es un tema más divertido y estimulante.
La sexualidad del ser humano representa una mezcla compleja de comportamientos heterogéneos destinados a satisfacer necesidades biológicas, placeres mentales, vínculos sociales y deseos reproductivos puntuales. El sexo, también, contribuye a forjar cualidades íntimas de la personalidad y afectividad de un individuo.
Dependiendo de las tradiciones culturales y costumbres de una sociedad, el acto sexual estará revestido de connotaciones afectivas, hedonistas o espirituales en proporciones diversas. No obstante, el motor básico del impulso sexual, aunque se diga lo contrario para guardar apariencias, reside en los instintos. Las formas y expresiones de estos instintos dependen en gran medida de elecciones personales y hábitos circundantes.
La semana pasada, una apreciada amiga me comentó sobre la publicación de un libro cuyo título me sirve para reforzar, aún más, mis convicciones en este tema. Federico Andahazi, psicoanalista, autor de la novela El anatomista, decidió indagar en el pasado sexual de los argentinos, partiendo de la tesis de que no se puede entender la historia de un país si no se comprende la historia de su sexualidad. Pese a que su investigación carece de rigor académico, las conclusiones se me antojan lógicas, quizá porque comparto las premisas del proyecto.
Para este primer volumen de la serie, “Pecar como Dios manda”, el autor buscó información desde antes de la época de la conquista española hasta la revolución de mayo. La trama parece inspirarse en la obra de Michael Foucault, quien, en Historia de la sexualidad, decía que a partir de la época victoriana el sexo fue condenado al silencio y a la prohibición, encerrándolo dentro de jaulas meramente reproductivas.
Ese mutismo represivo induce a Andahazi a recopilar la historia sexual de su país en un recorrido que revela la doble moral e hipocresía de gran parte de la sociedad porteña y que deja en evidencia principalmente a la Iglesia católica. El autor arguye que si la Iglesia contara lo que sucedía dentro de sus monasterios, se podría escribir el más fantástico libro de sexología de occidente, una especie de Kamasutra hispanoamericano.
Para muchos de los pueblos precolombinos, la sexualidad no era algo condenable o punible, sino un asunto sagrado. Los guerreros incaicos, antes de una batalla, copulaban con los pampayrunas, hombres santificados vestidos de mujer, porque creían que la relación con sus hembras les restaba valor frente a los enemigos.
En este sentido, hay cierta analogía con las supuestas prácticas de los denominados prostitutos del Antiguo Testamento. Él escarba documentos alcanforados para encontrar el momento en que Occidente, para desdicha de muchos, empezó a considerar el sexo un evento pecaminoso. Cuando Judea invadió a los pueblos babilónicos introdujo sus costumbres, incluyendo la cópula en el interior de los templos. Los judíos, al liberarse, repudiaron todas esas rutinas y el sexo se tornó pecado.
La conducta sexual de los pueblos originarios de América, fue uno de los principales argumentos para la dominación y posterior genocidio indígena. Aunque los españoles, por imposición monárquica, condenaban la poligamia, no tardaron en tomar mujeres aborígenes para goce personal.
El rey, al enterarse, enviaba clérigos para poner orden, pero estos terminaban armando sus propios harenes de féminas. Andahazi descubre evidencias de las similitudes entre la vida en el convento y la vida en el burdel. Esta realidad comienza a modificarse a partir del Concilio de Trento, una época en que el placer se convierte en sufrimiento, en emoción perversa.
La moral judeocristiana influyó decisivamente en la pérdida de libertades de orden sexual. Algo público y aceptado, pasó a ser clandestino y penado. En este ensayo se describe cómo en excavaciones arqueológicas de familias bonaerenses conservadoras, se encontraron porcelanas pornográficas y consoladores de madera, juguetes sexuales milenarios usados para calmar ansiedades hormonales.
Uno de los personajes más importantes que aparecen en esta obra es Mariquita Sánchez de Thompson, una mujer que enjuició a sus padres por un casamiento obligado. Se cree que este incidente marcó el origen de los derechos sexuales de las mujeres argentinas.
Otro tópico desarrollado en el libro se relaciona a la prostitución, la cual se instaló en Buenos Aires como una necesidad social. Aunque la obra de Andahazi se enfoca en el entramado sexual de los argentinos, las descripciones son plausiblemente similares a las vividas por todos los pueblos latinoamericanos. Sería interesante, por ejemplo, estudiar la sexualidad de los escandinavos, personas que ven el sexo con naturalidad, no con los rígidos tabúes de las mentes puritanas de nuestra región.
Sin lugar a dudas, el sexo seguirá siendo una de las principales motivaciones humanas, particularmente en sociedades que lo repriman. Porque, como decía el novelista francés Remy de Gourmont, “De todas las aberraciones sexuales, la más singular tal vez sea la castidad”.
