EL MALCONTENTO.

Pequeña y controlada oda a la patria

Métome en territorio minado para dedicar este artículo a la patria, ese espacio imaginario y tan real que pasa de la brutalidad a la ternura y de la crueldad a la bondad a la misma velocidad con la que un teleadicto cambia de canal.

Lo hago, obvio, porque se acerca el mes en el que la patria ocupa cada milímetro de espacio que uno ceda y porque ya los vendedores de semáforo han intentado colocarme unas 564 banderas nacionales.

En mi caso el tema es especial: soy extranjero y eso no es algo que quede muy bien en estos tiempos extraños en los que no se para de hablar de globalización al mismo tiempo que se sataniza lo ajeno y se cierran las puertas mentales al otro.

No más el pasado viernes, la Primera Dama utilizaba el espacio de las cartas del lector de este diario -esa página que los políticos usan para insultar y poco para rendir cuentas- para atacar a un periodista por el hecho de ser extranjero. Por supuesto que a la primerísima no se le ocurrió dar explicación alguna sobre el viaje familiar más publicitado de la historia y cuyo resultado tiene básicamente sabor merengue, merengón. Como yo tengo maestría en correos varios insultándome no por lo que escribo, sino por el hecho de que lo escriba un extranjero: mi solidaridad aquí con todos los escribientes sin pasaporte adecuado [ya se sabe, a alguien de la familia se le permite cualquier sandez, pero al vecino no se le perdona el mínimo desliz].

Ya digo, lo de ser extranjero no tiene que ver ya con cédulas o pasaportes. Los nacionales imbuidos de espíritu patriótico marcan con tiza la frontera de lo que puede hacer, decir, o no hacer ni decir el extranjero. Yo, como malcontento, suelo borrar la raya de tiza con los zapatos -esos en donde, como cantaba El Último de la Fila, está mi patria'-.

Estando así en este ánimo desasosegado de extranjero, me dio por releer unos párrafos escritos allá por los años cuarenta del siglo pasado por el loquísimo y estupendísimo Juan Larrea en España Peregrina, una de las revistas de exiliados en México. Mano de santo, las pesadillas de Larrea no eran diferentes y, al igual que un malcontento cualquiera, debía dar explicaciones sobre su concepto de patria: "Los territorios tienen una vida y un destino. [...] Más para aquel en quien la conciencia se alza sobre esta noción material y local de suelo patrio, para aquel que universalizado identifica su propio destino con el destino del mundo y con la humanidad que lo encarna, otros más sutiles y complejos son los móviles que lo animan. Su patria es el universo y su lugar allí donde la universalización del hombre se lo pide".

Yo no soy tan ambicioso porque el universo me parece una cancha demasiado grande para la que no tengo forma física. Pero sí confieso que tengo una capacidad de simbiosis nacional que me hace escupir más chuletas que carambas y más ajos que joderes -si el palabro se me disculpa-. Panamá me acogió con cariño y generosidad, en general, pero eso no me provoca ceguera ni amor incondicional.

Siempre me he preguntado porqué el concepto patria es enarbolado cuando más problemas tiene un país, porque es moneda de politiqueros y materia prima de terribles poemas y peores soflamas. A los niños pobres se les enseña que no tienen mejor privilegio que haber nacido en un pedazo de tierra -y, efectivamente, no tienen nada más-, mientras que a los niños ricos los llevan a colegios bilingües para que tengan claro dónde queda Guachintón, aunque Aguadulce les cueste ubicarlo en el mapa nacional. A los adultos pobres se les obliga a ir a guerras para defender ese mismo pedazo de tierra o un trozo de tela lleno de mitos no comprobables. Los artesanos hacen plata vendiendo pulseras con los colores patrios y, este año como todos, se generará alguna polémica porque en algún asta oficial colgará la bandera con la cruz roja en el cuadrante superior izquierdo -un gran asunto de debate nacional-.

Entiéndanme bien, creo que la patria es un útero reconfortante, pero no a cualquier precio. Como cualquier amor sano -los enfermizos son ciegos- debe ser a cambio de algo. Uno no quiere si no lo quieren; no besa si no lo besan, no escucha si cuando habla su voz rebota en la pared de la sordera mental.

La patria debería ser igual ¿no? Si mi patria me da, me hace sentirme mejor, me permite una calidad de vida decente, proporciona un margen de mejora a mis hijos, me deja pasearme sin miedo a que me maten o me roben… Si no… uno debería poder pasarle la cuenta. La patria no es el gobierno y alguien me dirá que no se puede identificar al dueño de la patria. Pero… miren… una vez que las patrias son flexibles -no dejan de moverse las fronteras del mundo y de redibujarse patrias- lo único que nos queda para medir su amor es el entorno social, económico y cultural que construimos entre empresarios, líderes sociales, gobernantes y medios.


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