Poder y limitaciones del sector público

Nicolás Ardito Barletta Sabemos que desde las revoluciones francesa y norteamericana y la consolidación de gobiernos democráticos modernos en el siglo XIX en Occidente, los Estados y sus gobiernos se han estructurado con funciones públicas limitadas por la Constitución y la ley y son normalmente divididas en responsabilidades de los órganos Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Todo aquello evolucionó con ideas de Locke, Hume y Montesquieu, cuyo objetivo era limitar el poder omnímodo de los reyes en particular y de los estados en general.

La idea central fue darle máximas libertades a la gente, que pueden hacer todo excepto lo que les prohíbe la ley, y limitar el dominio de un gobierno sobre la vida y bienes de los asociados y sobre la Nación/Estado en su conjunto, prohibiéndole hacer todo aquello que no esté autorizado por ley. Este concepto de libertad, de democracia participativa y representativa, de derechos ciudadanos inalienables, evoluciona paralelamente y es complementado por la economía de mercado, la economía descentralizada no mercantilista (como era la economía de las monarquías), donde cada cual bajo su responsabilidad se activa como productor y consumidor, en competencia, para buscar su bienestar económico. La competencia en lo político, con gobiernos limitados en el tiempo, en sus funciones y poderes y con alternabilidad; y la competencia en lo económico, evitando monopolios y apoyada en el comercio internacional, es clave para la protección de la libertad política y económica. Disciplina los excesos del poder político y del económico, obligándolos a la búsqueda de la convivencia y de reglas ecuánimes.

Los gobiernos democráticos, limitados en su ámbito de acción y en su alcance, definidos con pesos y contrapesos, necesariamente son lentos y pesados en su administración, en la toma de decisiones, en su capacidad de alterar profunda y rápidamente el curso de acción. Fueron diseñados así precisamente para dejar que los ciudadanos libres actúen con creatividad, flexibilidad y diversidad. Con el tiempo, los servicios públicos más perdurables se han definido en áreas que propenden al bienestar social, como educación e institucionalidad jurídica y en funciones subsidiarias.

Aunque desde el principio hubo también un llamado a la equidad y la fraternidad, sólo se comenzó a avanzar en este campo cuando las desigualdades aparentes que se creaban y/o se mantenían, con frecuencia inhumanas, hicieron necesario adoptar medidas y acciones para proteger los derechos de niños, trabajadores, ancianos, mujeres, etc. y para ampliar sus oportunidades y su seguridad social. Las democracias modernas con economías de mercado también han acumulado una rica experiencia en esta materia y resultados tangibles concretos en desarrollo humano y calidad de vida. La clave ha sido mantener las libertades, reducir las desigualdades, hacer los gobiernos más efectivos, transparentes y sujetos a verificación y propiciar progreso y realización para todos. La ciencia y tecnología han abierto horizontes, oportunidades y logros extraordinarios.

Surgieron también sistemas centralizadores, corporativistas, socialistas y comunistas, para resolver los problemas de los pueblos, pero en su gran mayoría no han sobrevivido, han sido cambiados por la misma gente a quienes pretendieron servir con sistemas intervencionistas, de control y estatismo. De todo aquello ha quedado experiencia y conocimientos, todavía “destilándose”, de cómo usar el poder grande, pero limitado, del Estado, en forma más precisa y subsidiaria para cumplir el contrato social que promueve la “libertad, igualdad y fraternidad” de los asociados.

En la América Latina, la antigua influencia ibérica medieval y mercantilista y las culturas indígenas locales, no integradas en forma armoniosa y consistente, no han permitido hasta hace poco el adecuado funcionamiento armonioso y exitoso de los sistemas democráticos y de economías de mercado con solidaridad social e igualdad de oportunidades en forma estable y perdurable. La tendencia al centralismo gubernamental, a esperar ilusamente a que los gobiernos resuelvan todo, al clientelismo y favoritismo mercantilista; las realidades de profundas desigualdades sociales, de marginación étnica, cultural y racial; las expectativas insatisfechas de una creciente población, han llevado a un intervencionismo estatal inconsistente, concentrador de poder, con frecuencia nocivo al interés nacional perdurable y apetecido por grupos políticos que ven en el usufructo del poder público ventajas propias y para sus allegados. Todavía no hemos desarrollado lo suficientemente las “sociedades de confianza”, bajo un paraguas común de valores modernos compartidos adecuadamente que enriquecen el capital social. Todavía estamos evolucionando, para salir de esas debilidades, hacia democracias estables, economías de mercado modernas y solidarias como existen en los países de la OECD. Ellos tienen sus problemas, pero son de otro nivel; han resuelto problemas básicos mediante la participación de una ciudadanía educada que disciplina el uso del poder primordialmente para fines públicos y sociales y no propios.

La experiencia y las ciencias económicas, políticas y antropológicas han avanzado lo suficiente para darnos luces, ejemplos y guías concretas de cómo definir las políticas públicas, canalizar los recursos públicos, definir las instituciones, normas y “reglas del juego”, con el propósito de lograr un mayor desarrollo sostenido y humano en democracia y economías de mercado. Sin embargo, no ha sido fácil lograr que los dirigentes políticos las comprendan, acepten y adopten para cumplir con los pueblos soberanos que les delegan, con esperanzas a veces ingenuas, la responsabilidad de gobernar para el bien de todos. Con frecuencia prevalecen las anticuadas e inoperantes tradiciones de querer acumular poder para el usufructo de quienes gobiernan y de sus aliados.

Ante esas realidades, muchas de las cuales atañen a Panamá, necesitamos desarrollar un consenso suficiente para enfocar la atención del Estado sólo hacia las áreas que él puede atender eficazmente, “los bienes públicos”, dejando la máxima libertad y creatividad a los ciudadanos. Los principales “bienes públicos” son el desarrollo humano, la infraestructura física, la información, la seguridad jurídica, la social y la personal, servicios eficientes y ágiles, las políticas públicas, asistencia técnica, igualdad de oportunidades y participación.

El sistema necesita servicios públicos eficientes para los que ya tienen la capacidad de prosperar por sus propios medios (en nuestros países el 45% de la población) y, por otro lado, necesita fuertes inversiones bien canalizadas y focalizadas hacia el desarrollo humano y las necesidades básicas de los menos aventajados, los pobres y marginados (el 55% de la población). Así se fortalece el ejercicio de la libertad con ecuanimidad y solidaridad. Se crea el ambiente para que actúen los que pueden y se apoya a los que no pueden hoy para que participen más efectivamente mañana.

Las demandas políticas de diferentes sectores sociales sobre el presupuesto nacional pueden gravitar hacia un clientelismo ineficaz, en términos de desarrollo nacional, asignando recursos a toda clase de propósitos, o pueden canalizarse, con un amplio liderazgo, hacia objetivos consensuados para el desarrollo integral. Un liderazgo pluralizado en la sociedad civil, en los empresarios y profesionales, en las comunidades y en partidos políticos modernos puede lograr mejores resultados. Para ello necesitamos comprender bien el alcance, las limitaciones y las características del sistema.

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