Yo quiero ser presidente. De verdad, no es broma. Cuando era niño ya aspiraba a tres nobles profesiones: camarero, payaso y presidente. Las dos primeras han estado a mi alcance y las he practicado con gran diligencia.
La tercera es una variante de la segunda, pero es más difícil conseguir vacante porque la competencia es dura. Como lo de ser camarero es un desastre económico y lo de ser payaso y presidente carece de prestigio social, tuve que conformarme con ser periodista, una de las profesiones más innobles del planeta, pero que me da la falsa sensación de tener algo de poder.
Mas… ahora, retomo mi vocación infantil y declaro que quiero ser presidente. Mi problema es elegir el país del cual ser primer mandatario en este mundo globalizado. Mi evaluación me lleva a conclusiones esperanzadoras.
Lo de Zimbabwe es tentador: poder absoluto, posibilidad de perseguir a los enemigos sin cortapisas, buenas tierras a disposición… pero es necesario derramar demasiada sangre para mi naturaleza pusilánime.
Estados Unidos me parece demasiado. Como presidente uno tiene poca intimidad, todas las estupideces que dice se las multiplican por 10, hay que perseguir al mal donde quiera que se encuentre, se debe sobrellevar el pesado deber de ser el garante de la libertad mundial (un concepto tan vago como falso) y, además, hay que pasarse el día fingiendo democracia donde solo hay estupidez.
He pensado en lanzarme para presidente de mi país, pero esto de tener que hablar cuatro o cinco idiomas, soportar la voz con frenillo de Mariano Rajoy y vivir en la montaña rusa del pesimismo–chovinismo que nos caracteriza me luce de un masoquismo estéril. Ni siquiera lo de ganar la Eurocopa de fútbol tiene un efecto sedante que dure más de 72 horas. Desesperante.
Mi penúltima opción era Colombia. Debe ser toda una experiencia sentir que el 84% de la población –después de la Operación Jaque debe ser el 98%– piense que uno es la reencarnación de Bolívar o de Tarzán, dirigir operativos misteriosos, ser bendecido por Washington como el más duro del barrio… pero también considero tarea difícil para mi alma de crítico y mi ingenuidad humanista tener que cerrar los ojos ante las sistemáticas violaciones de los derechos humanos, los ejércitos fantasmagóricos del desplazamiento o el efecto simplificador que tiene la bandera tricolor en la genética nacional.
Así, descartadas las opciones más atractivas del planeta, creo que lo mejor es ser presidente de Panamá. Entiendo ahora con claridad el porqué de las inversiones millonarias de los candidatos –algunos ya millonarios–, la virulencia de las campañas, el desasosiego de sus equipos. ¡Esto de ser presidente de la República es una maravilla!
Fíjese si no. El cargo parece incluir yate y casa en la playa; uno puede meter la pata cuando quiera, que el votante, generoso por naturaleza, lo olvida (la semana pasada murió otra víctima del dietilene glycol, ¿alguien se acuerda?); cualquier problemilla se soluciona pagando páginas de publicidad en los diarios y repitiendo las mentiras en los programas de radio de los vasallos (lo cual reactiva la economía nacional), y, además, no corre riesgo la vida del mandatario, como sí parece ocurrir en el resto de países mencionados.
Ser presidente de este nuestro país es como tener una chequera en blanco que permite asfaltar calles que llevan directamente a la choza playera particular, viajar a todo el mundo en supuestas giras de Estado de las que nunca conocemos resultados, firmar contratos falsos para ganarse la vida (entendamos que el salario oficial es una ruina), y ser invitados a paraísos tropicales o faranduleros (como Dominicana o Mónaco) a celebrar fiestas varias.
Así que debo ponerme las pilas. Me temo que con la nueva ley migratoria nunca me podré nacionalizar para cumplir mi sueño, pero siempre me queda la opción de apostar como muchos de nuestros probos empresarios: financiar todas las campañas para garantizar beneficios similares a los del presidente, pero sin la incomodidad de leer de vez en cuando mi nombre en los diarios salpicado de alguna infundada sospecha de corrupción.
Estoy buscando ya a los socios de lista (que no compañeros porque esto, fundamentalmente, es un negocio). El perfil es claro: no muchos escrúpulos, mucha ambición, capacidad discursiva para aparecer ante la opinión pública como la Madre Teresa de Calcuta y una infinita paciencia para aguantar las calumnias y las injurias de los periodistas (nunca suficientemente activos en esto de descubrirnos, pero siempre molestos y empecinados en manchar nuestra buena imagen y honor). Se reciben CV y se garantiza discreción y discrecionalidad. Todo por la patria.
[Mal día para C., que ve cómo su revolución no avanza y cómo casi todo se sigue pudriendo a su alrededor. El gran poeta Ángel González le enseñó la inutilidad de casi todo y, en momentos como este, recurre a él: “¿Adonde huir, entonces? / Por todas partes ojos bizcos, / córneas torturadas, / implacables pupilas, / retinas reticentes, / vigilan, desconfían, amenazan./ Queda quizá el recurso de andar solo, / de vaciar el alma de ternura / y llenarla de hastío e indiferencia, / en este tiempo hostil, propicio al odio”.]
