Mi amistad con él comenzó bajo malos auspicios. Un día cualquiera, los periódicos de ERSA reprodujeron unas breves palabras, que los cepillos del régimen interpretaron como una adhesión del nuevo nuncio apostólico a Manuel Antonio Noriega. Yo, que había tenido varios encontronazos con la jerarquía eclesiástica por otras, aunque parecidas, razones, le dediqué una glosa, en que me di gusto jugando con su nombre.
Cuando llegué al periódico la noche siguiente, monseñor Laboa estaba esperándome en compañía de varios miembros de la junta directiva de La Prensa (entre quienes recuerdo a Ricardo Arias Calderón y a Bobby Eisenmann). Apreté los dientes y puños mentales (por así decirlo), en preparación para la pelea inminente. Pero el nuncio, en vez de pedirme explicaciones, me las dio él a mí. Tenía apenas una semana de estar en Panamá, y alguien lo sorprendió en su buena fe, pidiéndole unas palabras para un libro a favor de la paz que había escrito el general Noriega. ¿Un general partidario de la paz?, se dijo, esto sí que es una novedad. Y redactó las líneas que le habían pedido. Sólo después de publicadas, un sacerdote le explicó quién era Noriega. Laboa estaba furioso por el engaño de que había sido víctima. Y quedó vacunado de por vida contra el general de la paz. Sonriendo ambos maliciosamente, nos dimos las manos. Y así nació una amistad perdurable, que sería decisiva en momentos críticos de mi vida.
Días más tarde nos invitó a almorzar en la nunciatura al director de La Prensa, a los jefes de redacción (Migdalia Fuentes y Wilfi Jiménez), a mí y a otras personas estrechamente vinculadas al diario. Fue una tenida muy cordial. Se me grabó indeleblemente en la memoria, porque de sobremesa Laboa nos refirió que en el curso de su visita a Panamá, le robaron al santo padre el anillo que sólo Dios sabe cuántos papas habían usado antes de él. Tiempo después, Wilfi publicó esta primicia mundial en su semanario Quiubo.
El 13 de septiembre de 1985 apareció en la quebrada La Vaquita, que corre junto a la aldea costarricense El Roblito, el cadáver decapitado de Hugo Spadafora. A partir de ese día todo cambió en Panamá. Cualquier esperanza que hubiera podido abrigarse sobre un arreglo pacífico del problema político, se desvaneció. Nadie se llamó a engaño; todos sabíamos quién había mandado a decapitarlo.
Carlos Alberto Montaner recordó en un artículo que casi todos los dictadores latinoamericanos habían sido derribados por un cadáver (Batista por el de Pelayo Cuervo, Trujillo por el de Galíndez, Somoza por el de Chamorro). Y vaticinó certeramente que el de Hugo acabaría por tumbar a Noriega. Si el lector hace memoria, recordará que en mi columna fueron apareciendo, a lo largo del mes de octubre de 1985, los nombres de todos los ejecutores materiales del crimen y algunas precisiones topográficas, que llenaron de pavor a los asesinos. El 25 ó 26 regresó Noriega al país, y el 27 él y sus secuaces derrocaron al presidente Barletta, porque éste se disponía a nombrar la comisión investigadora que le exigía la opinión pública.
Como a las 7:00 de la mañana del 27, llegó a mi casa Dianelsa de Barrios, sobrina mía. Me contó que dentro de unas horas tumbarían a Barletta, y que una persona en el ajo me mandaba a decir que me escondiera. No hice caso de la advertencia. Como a las 10:00 de la mañana vino a buscarme el chofer que, para mi protección, me había asignado el periódico. Cumplí, con maniática puntualidad, todos los pasos que daba los viernes. Fuimos a llevar la ropa sucia a una lavandería de San Francisco, y después de observar otros ritos, el chofer me dejó como de costumbre en la cafetería del Hotel Continental, y él se fue para su casa. Me tomé dos capuchinos mientras leía los periódicos. A la 1:00, emprendí el camino de regreso, pero antes de abandonar el local, llamé a La Prensa y pregunté si había ocurrido algo en la Presidencia. Me contestaron que no, que todo estaba normal. A la salida encontré a un vasco, amigo y socio de Noriega en una pequeña librería. Le pregunté si sabía algo. Su respuesta tampoco me alarmó: Ya deben de haber tumbado a Barletta. Y agregó: te aconsejo que te ocultes si le tienes algún apego a la vida. Cosas como esas las oía, como quien oye llover, a menudo. En la calle llamé a un taxi para volver a mi casa. Cuando pasamos frente al Riva&Smith le pedí al chofer que se detuviera, que yo haría el resto del recorrido a pie. Acababa de acordarme que tenía que comprar pasta de dientes. Esto me salvó la vida. Camino a mi apartamento me interceptaron dos arnulfistas, que trabajaban cerca, y me dijeron que mi casa estaba rodeada por miembros del G-2.
Me paré a un costado de la estación de radio de Ari, pensando qué debía hacer. En eso, me recogió un taxi a esa hora milagrosamente vacío. No tenía un plan definido, y cuando el chofer me preguntó a dónde iba, no supe, al pronto, qué contestarle. Por último, le di la dirección de mi hermano Juan, en San Francisco de la Caleta.